Dorothy Bishop (http://psyweb.psy.ox.ac.uk/oscci/dbhtml/)
Presentado en 1989 en el British Journal of Disorders of Communication
Departamento de Psicología, Universidad de Manchester
Traducción: Cristina Fanlo
Texto original: Autism, Asperger’s syndrome and semantic-pragmatic disorder: Where are the boundaries? (http://www.mugsy.org/bishop.htm)
Los criterios de diagnóstico del autismo se han matizado y hecho más objetivos desde que Kanner describiera el síndrome por vez primera, por lo cual existe hoy en día una consistencia razonable en el modo en que este diagnóstico se aplica. Sin embargo, mucho niños no cumplen estos criterios, pero muestran algunos de los rasgos del autismo. Cuando existe un problema en el desarrollo del lenguaje, estos niños tienden a clasificarse como casos de disfasia de desarrollo (o de una determinada deficiencia específica del lenguaje), mientras que los que aprenden a hablar a una edad normal pueden ser diagnosticados con el síndrome de Asperger. Se argumenta que, en vez de pensar en categorías diagnósticas rígidas, deberíamos reconocer que el síndrome nuclear del autismo se difumina en otra formas más suaves del trastorno en las cuales el lenguaje o en comportamiento no verbal pueden estar desproporcionadamente deteriorados.
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Christopher, de 4 años de edad, ha sido remitido a un centro multidisciplinario de desarrollo infantil, debido a una preocupación por su fracaso en desarrollar un lenguaje y un comportamiento social normales. Le han reconocido un neurólogo infantil, un psiquiatra infantil, una terapeuta del lenguaje y un psicólogo. En la reunión conjunta sobre el caso, el neurólogo infantil sugiere que el niño tiene una disfasia de desarrollo, basándose en que su comprensión lingüística es pobre y su lenguaje expresivo fuera de la normalidad, pero la audición es normal, la habilidad para realizar tareas no verbales, tales como copiar o hacer puzzles, es correcta y no existe ningún signo neurológico. Sin embargo, el psicólogo piensa que el niño es autista, ya que, junto con su problema de lenguaje, su comportamiento social se ha desarrollado de forma limitada: no juega bien con otros niños y es poco afectuoso con sus padres. El psiquiatra infantil comenta que las dificultades de lenguaje y sociales del niño no son lo suficientemente severas como para poder diagnosticar al niño con autismo infantil: inicia comunicación con otros, establece contacto ocular y le gustan el juego turbulento y las volteretas, pero tiende a ser rechazado por los demás niños, ya que quiere que éstos participen en sus actividades repetitivas y no es sensible a las necesidades de los otros niños. Christopher puede hacer frases largas y complicadas, pero sus respuestas a preguntas que le hacen son a menudo poco apropiadas, y con frecuencia hace él mismo preguntas de otros, mientras ignora las respuestas que recibe. El psiquiatra sugiere un diagnóstico de síndrome de Asperger. La terapeuta del lenguaje dice que un análisis del lenguaje de Christopher muestra que éste es normal desde el punto de vista fonológico y gramatical, pero que existen muchas anomalías en la forma de usar el lenguaje, y la comprensión en un contexto conversacional es pobre. Ella sugiere que se trata de un caso de trastorno semántico-pragmático. El psicólogo responde que el trastorno semántico-pragmático es simplemente otro nombre para el autismo. Se le pide a un pediatra americano que está de visita que comente el caso. Examina a Christopher cuidadosamente y sugiere que es un caso de PDD-NOS (trastorno generalizado del desarrollo no especificado en otra parte).
Este escenario es ficticio, pero ilustra la confusión que rodea el uso de la terminología de diagnóstico en un área en la cual la neurología, la psicología y la terapia de lenguaje convergen. Este artículo pretende examinar las distintas etiquetas de diagnóstico existentes en la actualidad, para analizar hasta qué punto se usan con consistencia y si realmente la terminología existente es adecuada para describir el rango de los trastornos que se encuentran.
Llegado a este punto, el lector puede preguntarse por qué son importantes estas cuestiones. ¿Importa realmente qué etiqueta le ponemos a un niño? Con toda seguridad, lo importante es identificar los problemas y trabajar para solucionarlos. Antes de analizar varias categorías diagnósticas, es necesario responder a estas preguntas y dar alguna justificación del porqué usar etiquetas. Ha habido muchas críticas sobre el modelo médico
de aproximación a los trastornos del desarrollo, considerándolo inútil en el mejor de los casos y contraproducente en el peor. Una vez que le ponemos una etiqueta a un niño, tendremos probablemente expectativas preestablecidas y podemos olvidar su individualidad. Además, podemos considerar que la etiqueta es una explicación. Una vez que hemos decidido que la etiqueta de autista
se aplica a Christopher porque tiene problemas al relacionarse con los demás, nos encontramos a nosotros mismos diciendo: Christopher no se puede relacionar con los demás porque es autista
. Aunque estos inconvenientes sean reales, el abandono de las etiquetas diagnósticas supondría una serie de peligros. Sin ellas, no podemos generalizar a partir de la experiencia pasada para planificar un tratamiento o dar un pronóstico. Esto se ilustra bien en un relato presentado en Hansard hace pocos años. Un Miembro del Parlamento, que intentaba presionar para obtener más ayuda especial para los niños con dificultades de lectura, preguntó a los poderes relacionados con este tema cuántos niños eran disléxicos en su región. No creemos en las etiquetas para los niños, por lo tanto no registramos estos datos
fue la respuesta que obtuvo. Las categorías diagnósticas proporcionan asimismo una estructura para reunir información en un entorno clínico y son vitales si queremos investigar las causas probables y los medios apropiados para tratar los distintos trastornos. Esto no quiere decir que debamos adoptar una aproximación no crítica a las etiquetas que actualmente se usan. Debemos considerarlos como un modo útil de resumir información, pero tenemos que estar alerta frente a la posibilidad de mejorarlos. Argumentaré que en el caso de trastornos como el autismo, puede que sea necesario alejarse de una aproximación estrictamente categórica basada en el síndrome. Por último, debemos estar en guardia frente a los diagnósticos como concreción de los trastornos y no tratarlos como conceptos explicatorios.
En su primera descripción del síndrome (1943), Kanner afirmó que la condición que describía era substancialmente diferente y única frente a lo que se había descrito hasta el momento
. En este artículo, no intentaba especificar criterios de diagnóstico estrictamente definidos, sino que presentaba historias detalladas sobre los casos de ocho niños y tres niñas, anotando las siguientes características:
Muchos psiquiatras descubrieron que la imagen clínica descrita por Kanner encajaba con casos asombrosos que habían visto en sus propias clínicas, pero no se produjo un progreso continuado en la documentación y comprensión del autismo. Kanner (1965) se quejó de la existencia de dos corrientes relacionadas en la psiquiatría infantil. Algunos psiquiatras infantiles no aceptaban que el autismo era un síndrome distinto y sugerían que era inútil trazar límites afinados entre el autismo y otros tipos de desarrollo atípico. Otros aceptaban que el autismo era un síndrome, pero aplicaban este diagnóstico de moda de forma demasiado amplia. … se convirtió en un hábito el diluir el concepto original de autismo infantil diagnosticando como tal múltiples condiciones dispares que muestran uno u otro síntoma aislado como parte integrante del síndrome en su conjunto. Casi de un día para otro, parecía que el país estaba poblado por una multitud de niños autistas
. Wing (1976) observó que otros profesionales interpretaban el resumen de Kanner sobre las características de su síndrome de un modo demasiado restringido, de tal modo que no se diagnosticaba autismo a menos que el niño no mostrara ningún signo de conciencia de la existencia de otras personas, a pesar de que ninguno de los casos de Kanner estaba tan severamente afectado. Para añadir confusión, había una discusión continúa sobre si el autismo era una forma temprana de esquizofrenia, un debate que al que no ayudaba nada el hecho de que no hubiera consenso sobre la naturaleza y el diagnóstico de la propia esquizofrenia.
Rutter (1978a) documentó el caos que reinó durante varios años después del primer trabajo de Kanner, en los cuales una gran cantidad de terminología (por ejemplo, autismo infantil, psicosis infantil, esquizofrenia infantil) se aplicaba de forma poco consistente a los niños que mostraban algunas o todas las características clínicas de los primeros casos de Kanner. Rutter abordó la cuestión de hasta qué punto se podía considerar que el autismo era un síndrome y cómo se relacionaba con otros trastornos. Concluyó que, aunque había aún muchas cuestiones sin resolver, los investigadores deberían, para evitar ambigüedades, adoptar los siguientes criterios en relación con el comportamiento antes de los 5 años de edad para definir el autismo:
A diferencia de Kanner, que hizo una clara distinción entre retraso intelectual y autismo, Rutter argumentó que ambos diagnósticos no se excluían mutuamente. Mediante tests convencionales de medición del CI para clasificar a los niños, se observó que la mayoría de los niños que cumplían los criterios de autismo tenían también retraso mental. Aunque esto parecía estar en contradicción con el artículo original de Kanner, hay que recordar que éste basó su observación sobre el buen potencial intelectual de los niños en el hecho de que éstos tenían buena memoria mecánica y habilidad para hacer puzzles. Estudios posteriores mostraron que muchos niños autistas tenían estas habilidades, a la vez que eran muy limitados en otras áreas de funcionamiento. La extensión del retraso mental asociado con el autismo afectará a la terapia y el pronóstico, pero el nivel del CI no es el la actualidad un factor que decida si el niño debe ser diagnosticado o no con autismo.
Rutter advirtió que estos criterios diagnósticos pueden dejar muchos temas sin solucionar, en particular el tema de si existían o no diversos subtipos de autismo y cómo clasificar a los niños que mostraban algunas pero no todas las características del autismo. No obstante, como base para revisar la investigación, hizo mucho hincapié en apoyar los criterios propuestos como los mejores disponibles para definir el síndrome del autismo de un modo válido y con contenido. Aunque sus criterios diagnósticos también ha sufrido críticas (Waterhouse, Fein, Nath & Snyder, 1987), han sido ampliamente adoptados y han constituido la base para la tercera edición del Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales (DSM-III) publicado por la American Psychiatric Association en 1980 y revisado en 1987 (DSM-III-R). En su ultima revisión, el término de trastorno autista
remplazó el de autismo infantil
, reconociendo tanto el hecho de que muchos trastornos autistas aparecen por primera vez en la niñez, como que el término de autismo infantil
no resulta apropiado para los individuos autistas que maduran y se convierten en adultos.
Esta clarificación de los criterios diagnósticos fue ampliamente bienvenida como un paso para que los investigadores pudieran seleccionar niños con características comunes y comunicarse entre ellos teniendo claro que hablaban del mismo síndrome. Sin embargo, subsistían puntos difíciles cuando se trataba de aplicar estos criterios.
El primero de ellos es que el lenguaje utilizado para describir los síntomas necesita de una interpretación subjetiva. Considere la siguiente descripción de una discapacidad cualitativa en la relación social recíproca:
En la infancia, estas deficiencias se manifestaron por una falta de caricias, falta de contacto ocular y respuesta facial, así como por indiferencia o aversión hacia el afecto y el contacto físico… Los adultos pueden ser tratados como intercambiables, o bien el niño puede agarrarse mecánicamente a una persona específica (DSM-III-R).
¿Significa esto que un niño no es autista si se aproxima a otra gente, parecen gustarle las caricias o establece contacto ocular? Varios autores han mostrado que hay muchos niños que presentan un deterioro sostenido en sus relaciones sociales, pero que no muestran aversión al contacto físico con la gente y pueden, por ejemplo, responder positivamente cuando se les hace cosquillas (Rutter, 1978a; Mundy, Sigman, Ungerer & Sherman, 1986; Volkmar, Cohen & Paul, 1986). Para obtener una mayor consistencia en el diagnóstico, es crucial que distingamos entre anomalías que tienen que estar necesariamente presentes para establecer un diagnóstico de autismo y comportamientos que son característicos, pero no aspectos invariables del autismo. En el DSM-III-R, los criterios para el autismo se han especificado de tal modo que la presencia de uno o dos comportamientos sociales más normales o comunicativos, tales como el contacto ocular o disfrutar con las caricias, no descarta el diagnóstico si otros aspectos de la interacción social recíproca (por ejemplo, imitación, juego social o habilidad para establecer relaciones con sus iguales) son claramente anormales.
Aparte de los problemas para decidir qué comportamientos constituyen características diagnósticas necesarias y suficientes, pueden darse desacuerdos cuando no se consigue apreciar cómo puede cambiar el cuadro clínico con la edad. Rutter (1978a) afirmó explícitamente que el diagnóstico debería estar basado en el comportamiento antes de los 5 años de edad, y la descripción del DSM-III-R anterior menciona específicamente que ésta es la manera en que la discapacidad social se manifiesta en la infancia. En su estudio original, Kanner (1943) describió cómo cambian los niños autistas cuando se hacen mayores:
Entre los 5 y los 6 años, abandonan gradualmente la ecolalia y aprenden de modo espontáneo a usar los pronombres personales adecuadamente. El lenguaje se vuelve más comunicativo, al principio como un ejercicio de pregunta-respuesta y más adelante, con mayor espontaneidad en la construcción de frases. La comida se acepta sin dificultad. Los ruidos y los movimientos se toleran mejor que antes. Las rabietas de pánico disminuyen. La tendencia a la repetición adquiere la forma de preocupaciones obsesivas. Se establece contacto con un número limitado de personas, de dos formas: las personas se incluyen en la vida del niño en el mismo grado en el que satisfacen sus deseos, contestan a sus preguntas obsesivas, le enseñan a leer y a hacer cosas.
Este cambio en el cuadro clínico puede ser sorprendente para el profesional al que se le ha enseñado que el niño autista tiene un profundo deterioro en sus relaciones sociales y problemas de lenguaje, y tiene delante a un niño de 10 años que, aunque resulta social y lingüísticamente raro
, intenta hacer amigos, busca a los demás e inicia de buen grado una conversación con ellos. En el DSM-III-R se hace énfasis en el cuadro clínico cambiante, dando más ejemplos de comportamientos anómalos característicos de niños de más edad.
La falta de una perspectiva ontogenética puede producir gran confusión, tanto a padres como a profesionales. Una madre a la que se le ha dicho que su niño de 3 años tiene autismo y que este trastorno es incurable, puede malinterpretar esto en el sentido de que no puede esperar ningún cambio en absoluto en las habilidades o en el comportamiento de su hijo. La gente con estas ideas es probable que se conviertan en seguidores de tratamientos no convencionales, cuyos patrocinadores explotan el hecho de que los padres no esperan ningún cambio, y por lo tanto están dispuestos a atribuir cualquier cambio que ocurra al tratamiento.
Se han considerado tres razones para el desacuerdo en relación con el diagnóstico del autismo: utilización de distintos criterios de diagnóstico, subjetividad de los síntomas utilizados como criterios de diagnóstico y cambios en el cuadro clínico con la edad. El reconocimiento de estas dificultades y los intentos para superarlas has conducido sin duda alguna a un consenso mucho mayor en lo que se refiere a cómo se aplica la etiqueta de diagnóstico. Sin embargo, a pesar de que la especificación de criterios de diagnóstico bien definidos ha facilitado el que diferentes observadores se pongan de acuerdo sobre qué niños son autistas, seguimos todavía con el problema de cómo clasificar al niño que es claramente no normal, tiene algunas características autistas, pero no cumple los criterios de autismo o de cualquier otro trastorno. No hay duda de que dichos niños existen. Virtualmente todo síntoma característico del autismo puede ser observado en niños que no encajan en esta categoría de diagnóstico. Rutter (1966) investigó en los archivos del hospital Maudsley correspondientes a un periodo de más de 9 años, para localizar a todos aquellos niños preadolescentes a los cuales se les había dado un diagnóstico inequívoco de psicosis infantil, síndrome de esquizofrenia infantil o autismo infantil, y comparó las anotaciones de este grupo psicótico
con las de un grupo de control clínicamente heterogéneo, formado por niños no psicóticos que eran atendidos en el mismo departamento, acoplados por edad y por cociente de inteligencia. Se comparó la frecuencia de los distintos síntomas para los dos grupos y, tal y como se esperaba, la frecuencia de las anomalías en las relaciones interpersonales, en el lenguaje y en los fenómenos ritualistas y compulsivos era mayor en el grupo psicótico que en el no psicótico. No obstante, todos los tipos de comportamientos anómalos observados en el grupo psicótico se encontraron también en los niños no psicóticos, por ejemplo ecolalia en 29 de los 63 niños psicóticos y en 19 de los 63 niños no psicóticos; inversión pronominal en 19 de los niños psicóticos y 8 de los no psicóticos; relaciones anormales en 26 de los niños psicóticos y 12 de los no psicóticos. Rutter concluyó que las diferencias entre ambos grupos residían fundamentalmente en la forma de los síntomas y hasta cierto punto en su severidad. En un estudio epidemiológico, Gillberg (1984) descubrió que, mientras que los casos de autismo se detectaban con facilidad utilizando los criterios de Rutter, se identificaron a muchos otros niños con rasgos autistas
.
La Asociación Americana de Psiquiatría (1980) reconoció la existencia de casos que se parecen al autismo, pero que no cumplen los criterios de diagnóstico para este trastorno. Se tuvieron en cuenta las preocupaciones existentes al abordar estos casos en la revisión del DSM-III realizada en 1987. En el DSM-III-R, los trastornos generalizados del desarrollo
incluyen todos aquellos trastornos en los cuales existe un deterioro cualitativo en el desarrollo de (1) la interacción social recíproca, (2) la comunicación (verbal y no verbal) y (3) la actividad imaginativa. El trastorno autista es un tipo de trastorno generalizado del desarrollo severo, que aparece en la temprana infancia o en la infancia, en el cual una serie de discapacidades sociales y comunicativas severas se asocian con un repertorio marcadamente restringido de actividades e intereses. Sin embargo, se reconoce que puede darse un trastorno generalizado del desarrollo de una forma menos severa y prototípica, en cuyo caso se aplica la etiqueta de trastorno generalizado del desarrollo no especificado en otra parte
(PDDNOS).
En el Reino Unido, no se usa de modo generalizado el diagnóstico de trastorno generalizado del desarrollo, habiéndose hecho muy popular el diagnóstico de síndrome de Asperger
para referirse a individuos con algunos rasgos autistas, pero que no encajan en todos los criterios del autismo (Tantam, 1988). La descripción de este síndrome por parte de Asperger fue realizada un año después que la publicación original de Kanner, pero era mucho menos conocida. Los niños descritos por Asperger se caracterizaban por ser pedantes, patosos, con intereses obsesivos y un comportamiento social deficiente. Wing popularizó su trabajo en un artículo publicado en 1981, y observó que existían muchas similitudes entre el síndrome de Asperger y el de Kanner, lo cual dificultaba el saber si estaban describiendo el mismo síndrome con diferentes grados de severidad o trastornos distintos. El punto de vista más popular parece el de que el síndrome de Asperger
es un sinónimo del autismo de un tipo menos severo (Schopler, 1985). Sin embargo, parece que hay algunas ventajas en mantener este término. En primer lugar, todavía existe un debate de hasta qué punto se solapa el síndrome de Asperger con el autismo (Nagy & Szatmari, 1986; Szatmari, Bartolucci, Finalyson & Krames, 1986; Rutter & Schopler, 1987). En segundo lugar, el pronóstico para el síndrome de Asperger es considerablemente mejor que para el autismo clásico. Por este motivo, varios especialistas (por ejemplo, Wing, 1981; Howlin, 1987) han abogado en favor de usar el término de síndrome de Asperger
, aunque aceptando que las diferencias entre éste y el autismo pudieran ser simplemente una cuestión de grado. Tantam (1988) argumentó que, sin esta categoría, se dejaba a estos niños en un limbo diagnóstico, y en consecuencia, sus problemas no eran reconocidos ni se les proporcionaban cuidados para ellos, ya que sus déficits no eran lo suficientemente severos o extendidos como para ser considerados con el términos autista
. El número de niños afectados no es despreciable: Gillberg y Gillberg (1989) encontraron que el síndrome de Asperger era cinco veces más frecuente que el autismo. Otra razón práctica para conservar el término de síndrome de Asperger
es que puede ser un diagnóstico más aceptable para padres y profesionales, muchos de los cuales tienen una visión estereotipada del autismo, basada en el cuadro clínico de niños pequeños (Wing, 1986).
Las anomalías del lenguaje constituyen un síntoma central del autismo. Esto plantea la cuestión de cuál es la diferencia entre el autismo y el trastorno de desarrollo del lenguaje. Churchill (1972) propuso que no existía una diferencia cualitativa entre la afasia de desarrollo
y el autismo, y que su única diferencia era el grado. Wing (1976) observó que, mientras que es bastante fácil reconocer a los niños que tienen el síndrome clásico descrito por Kanner y diferenciarlos de los casos igualmente clásicos de trastorno de desarrollo del lenguaje receptivo, las zonas límite de estas condiciones no son claras.
Si los niños con estos problemas pudieran ordenarse por series regulares, empezando por los niños más autistas en un extremo y extendiéndose hasta el niño que más claramente tuviera sólo un trastorno del desarrollo del lenguaje receptivo, el decir dónde estaba la línea divisoria necesitaría del juicio de Salomón
.
Este tema se planteó en una serie de estudios realizados por Bartak y sus colaboradores (Bartak, Rutter & Cox, 1975, 1977). Empezaron recogiendo, a partir de un cierto rango de colegios especiales y unidades hospitalarias, una muestra de niños con problemas severos de comprensión del lenguaje hablado, excluyendo a aquéllos que tenían problemas auditivos significativos o una inteligencia no verbal baja. Estos niños se dividieron a su vez, en base a los criterios de Rutter, en 19 que cumplían la definición de autismo infantil y 23 que claramente no la cumplían y a los cuales se refirieron como el grupo con afasia receptiva de desarrollo
. El estudio confirmó que es posible tener un trastorno severo del lenguaje receptivo sin ser necesariamente autista, indicando así que los problemas sociales y de comportamiento de los niños autistas no pueden explicarse de manera simple como consecuencia secundaria de los problemas para comprender el lenguaje hablado. Este estudio relató también la amplia naturaleza de los problemas comunicativos de los niños autistas, que se extendían de la comunicación no verbal a la comunicación verbal también. Este estudio no confirmó el punto de vista de Kanner de que los niños autistas tenían una competencia adecuada en el lenguaje, mientras que los niños afásicos no la tenían. Por el contrario, los niños autistas tenían problemas de comunicación más severos y más extensos que los niños afásicos. Mientras que los niños afásicos
se caracterizaban por un lenguaje inmaduro, era mucho más probable que los niños autistas mostraran rasgos desviados, tales como ecolalia, inversión pronominal, expresiones estereotipadas y lenguaje metafórico. Sin embargo, aunque las características del lenguaje pudieran diferenciar al grupo autista del grupo afásico, había algunos niños que no podían clasificarse en ninguno de los dos grupos, ya que su comportamiento y su lenguaje se situaban entre estas dos categorías.
Revisando estos estudios, Rutter (1978b) que, a la vez que existían diferencias importantes entre la afasia receptiva de desarrollo y el autismo infantil en cuanto a severidad, rango y naturaleza de los problemas de lenguaje, así como en términos comportamentales, la existencia de casos que eran intermedios entre las dos condiciones reforzaba la dificultad de trazar un límite definido. Observó asimismo que, tanto en el grupo disfásico como el grupo autista, cuanto más autista
era el lenguaje, más autista
era el comportamiento, lo que indicaba que se puede hablar de grados de autismo en niños que no tienen el síndrome en su totalidad. Además, Rutter apuntó que el autismo y las dificultades del lenguaje tienden a aparecer en las mismas familias, concluyendo que existen importantes relaciones funcionales entre el autismo y por lo menos algunos casos de disfasia
.
Esta última cita ofrece cierta claridad en el hecho de que la disfasia de desarrollo puede no ser una condición unitaria. El diagnóstico de disfasia de desarrollo
se ha realizado tradicionalmente por exclusión: en efecto, es una categoría por defecto, que se aplica a los niños cuyas dificultades de lenguaje no pueden ser incluidas en otra categoría diagnóstica. Según Bishop y Rosenbloom (1987), el término de afasia de desarrollo
es equívoco, en el sentido de que parece que existe una condición unitaria con una única etiología, y sería mejor hablar de modo más neutro de trastornos de desarrollo del lenguaje específicos
e intentar desarrollar una subclasificación de dichos trastornos en base a una lingüística positiva y a otras características. Es ampliamente reconocido que hay muchos niños con trastornos de lenguaje específicos que son sociables y amistosos, y no presentan el comportamiento obsesivo y ritualista característico del autismo. Sin embargo, Bishop y Rosenbloom describieron una forma de un trastorno de desarrollo del lenguaje específico, llamado trastorno semántico-pragmático
, que parecía ser una excepción a la regla general. En este trastorno, existe un retraso en el desarrollo temprano del lenguaje, pero el niño desarrolla después un habla fluida y compleja con una articulación clara. Aunque el cuadro clínico del niño cuando es pequeño puede estar dominado por algunas dificultades receptivas, que le llevan a un diagnóstico de afasia receptiva de desarrollo
, al crecer estos niños pueden mejorar considerablemente y tener buenas puntuaciones en los tests de comprensión de elección múltiple. Sin embargo, los problemas de comprensión siguen siendo evidentes en situaciones menos estructuradas, cuando los niños tienden a dar respuestas hiper-literales o tangenciales. A diferencia de otros niños con deficiencias del lenguaje, los que presentan este perfil de lenguaje solían presentar rasgos autistas suaves, pero la poca severidad o la escasa extensión de estos rasgos hacía que no fueran suficientes para tener un diagnóstico de autismo.
Estas observaciones clínicas fueron en cierto modo apoyadas por un informe preliminar de Rapin (1987), que estudió a niños de 3 a 5 años que tenían un diagnóstico de autismo o de trastornos del desarrollo del lenguaje. En este estudio, se clasificaba el trastorno de cada niño, primero en función de la deficiencia de lenguaje observada, y en segundo lugar, en base a si cumplían o no los criterios diagnósticos del autismo. De este modo, el trastorno de desarrollo del lenguaje y el autismo no se consideraban como mutuamente excluyentes, y se podía atribuir a un niño ambas condiciones a la vez. Los trastornos de lenguaje de los niños de este estudio se clasificaron en base al marco nosológico de Rapin y Allen (1983), que incluye una categoría de síndrome semántico-pragmático
. Este se solapa substancialmente con el trastorno semántico-pragmático
de Bishop y Rosenbloom (en efecto, nosotros hemos utilizado la terminología de Rapin y Allen para evitar el uso de términos alternativos que describen condiciones similares, aunque nos resistíamos a utilizar la palabra síndrome
que sugiere un diagnóstico con límites claramente definidos). Rapin observó que el síndrome semántico-pragmático estaba normalmente asociado con el autismo, aunque los trastornos de lenguaje en los niños autistas no se limitaban a este tipo de trastornos. No obstante, 7 de los 35 casos clasificados con síndrome semántico-pragmático no cumplían los criterios de diagnóstico del autismo, lo que confirmaba que se puede tener este tipo de trastorno del lenguaje sin las extensas anomalías sociales y de comportamiento necesarias para tener un diagnóstico de autismo. ¿Qué podemos concluir acerca de la relación entre el autismo y el trastorno de desarrollo del lenguaje? Mientras se consideraba que la disfasia de desarrollo
era una condición unitaria diagnosticada por exclusión, la imagen era confusa, con algunos que sugerían similitudes con el autismo y otros que encontraban diferencias acusadas. El reconocimiento de la naturaleza diversificada de los trastornos de desarrollo del lenguaje abre una vía a seguir, En general, no ayuda el tratar un trastorno específico de desarrollo del lenguaje y el autismo como puntos de un espectro continuo: la mayor parte de los niños que tienen trastornos de desarrollo del lenguaje tienen problemas de comunicación más restringidos que los de los niños autistas, y que no están asociados con ninguna anomalía del comportamiento o sociabilidad. Sin embargo, aparecen algunos niños que, a la vez que no encajan en los criterios de autismo, muestran algunos rasgos autistas en conjunción con las dificultades de lenguaje, y son normalmente aquéllos que presentan un cuadro clínico de trastorno semántico-pragmático. Debido al hecho de que la afasia de desarrollo
es un diagnóstico que se realiza fundamentalmente por defecto, estos niños se han clasificado tradicionalmente bajo esta categoría, pero está en cuestión el que esto sea apropiado, ya que lleva al uso de una única etiqueta para incluir numerosos tipos de dificultades distintas.
Cuantos más estudios se realizan en cuestiones de diagnóstico, más fuerte es la impresión de que las dificultades para reconocer las fronteras del autismo no son meramente una consecuencia de la naturaleza subjetiva y elusiva de los síntomas. Más bien, parece que estamos tratando con un trastorno que no tiene fronteras claras. Wing (1988) ha sugerido que más que pensar rígidamente en términos de un síndrome discreto de autismo, deberíamos ser conscientes de que existe un continuo de trastornos autistas. Ella considera que el síntoma nuclear de este trastorno es la deficiencia social. Los niños con esta deficiencia social se caracterizan por una triada de déficits en reconocimiento social, comunicación social y comprensión social. En cada uno de estos campos, se reconoce un amplio rango de severidad de la deficiencia. En la esfera de la comunicación social, por ejemplo, el niño más severamente afectado puede no hacer ningún esfuerzo en absoluto para iniciar un tipo de comunicación; los niños más moderadamente afectados pueden utilizar el lenguaje para alcanzar algún fin, tal como el conseguir un objeto; la forma más suave de deficiencia corresponde a dificultades sutiles para reconocer las necesidades de los interlocutores en una conversación. Wing consideraría que un niño está en el continuo autista si muestra esta triada de deficiencias sociales, con independencia de la existencia o no de otros síntomas. Sin embargo, observó que de hecho tienden a darse deficiencias en otras áreas, que coexisten con la triada social, en concreto actividades repetitivas y estereotipadas, coordinación motora pobre y respuestas anormales a estímulos sensoriales. En lo que se refiere al lenguaje, el niño que presenta la triada de deficiencias sociales tendrá por definición problemas en el aspecto pragmático del lenguaje. Además, pueden darse problemas con los aspectos más formales del lenguaje (gramática, fonología), asociados con las deficiencias sociales, pero hay muchos casos en que no se dan.
Al hablar de un continuo autista, damos por hecho la existencia de una sola dimensión, en la cual una condición tal como el síndrome de Asperger constituye una forma más suave del mismo trastorno subyacente que se da en el autismo. Sin embargo, las anotaciones clínicas sugieren que las condiciones semejantes al autismo no solamente difieren en términos de severidad, sino también el patrón de síntomas. Así, la etiqueta de síndrome de Asperger se aplica de forma característica a niños patosos con intereses restringidos, cuyo desarrollo temprano del lenguaje no presenta retraso y que pueden tener un CI verbal por encima del CI de rendimiento (Wing, 1981). Como contraste, los niños con deficiencias en el lenguaje que encajan dentro del trastorno semántico-pragmático presentan de forma característica y en primer lugar un retraso en el desarrollo del lenguaje y problemas de comprensión evidentes, y su CI muestra una clara discrepancia en favor del CI de rendimiento. Para representar esta situación de forma adecuada, necesitamos no una, sino dos dimensiones, tal y como se muestra en la Figura 1.
Figura 1. Modelo bi-dimensional del continuo autista
La validez de pensar en términos de un continuo bi-dimensional del trastorno es que permite retener la terminología y las definiciones que pertenecen al síndrome nuclear, a la vez que apreciamos las relaciones con otro tipo de trastornos más suaves (Wing, 1986). Nos ayuda también a desarrollar una aproximación cuantitativa para evaluar los síntomas. Por ejemplo, en vez de anotar simplemente que las relaciones sociales son anómalas, nos movemos en el sentido de evaluar la severidad de la deficiencia en las distintas áreas de funcionamiento. De hecho, el objetivo va desde tratar de encontrar procedimientos más efectivos para distinguir a los niños autistas de los que no lo son, hasta idear medios objetivos para medir las estructuras representadas en los ejes de la Figura 1. Esta tarea se complica por el hecho de que el cuadro clínico puede cambiar de forma muy espectacular con la edad. Sin embargo, es posible que merezca la pena trabajar hacia una aproximación cuantitativa, ya que esta aproximación es probablemente más válida para el pronóstico que la confianza en etiquetas diagnósticas que engloban un amplio rango de severidad.
La dimensión llamada comunicación verbal
significa la competencia en aquellos aspectos del lenguaje relacionados con el significado y la utilización. Si se añadiera otra dimensión que correspondiera al dominio de la forma del lenguaje (gramática y fonología), entonces podrían representarse en el mismo diagrama otros tipos de trastorno del lenguaje. Se postula que se encontraría un grupo de niños con déficits acusados en la forma del lenguaje, pero con una capacidad de comunicación y habilidades no verbales relativamente normales, correspondientes a la categoría tradicional de afasia expresiva de desarrollo
y que, por lo menos en los niños más mayores, este subconjunto estaría claramente separado del trastorno semántico-pragmático. Los niños con autismo serían variables en esta dimensión.
Este modelo es simplemente un instrumento teórico para describir el rango de los trastornos que han sido descritos clínicamente y las relaciones entre ellos, y su validez está por demostrar. Está implícito en este modelo que las categorías tradicionales tales como el autismo y el síndrome de Asperger no son trastornos distintos, de ahí el representarlas como solapadas. Una forma de poner a prueba este modelo es el adoptar la aproximación de investigación que utilizaron Bartak et al. (1975), en la cual se comparan los niños que han sido diagnosticados con varias categorías diferentes, para ver hasta qué punto pueden distinguirse claramente entre ellos. Sin embargo, es importante reconocer que nuestra habilidad para detectar diferencias cualitativas entre los grupos dependerá de las variables que midamos, y que semejanzas superficiales entre los trastornos pueden conducir a malentendidos. Por ejemplo, Gillberg (1988) observó que el síndrome de Rett, que tiene una evolución y un cuadro clínico diferente, no se reconoció durante muchos años como diferente del autismo, debido a que muchos de los síntomas de comportamiento son similares. En el área del lenguaje, existen algunos trastornos neurológicos que están asociados con anomalías verbales que son muy parecidas al trastorno semántico-pragmático, por ejemplo el síndrome de Williams (Udwin, Yule & Martin, 1987) y la hidrocefalia (Swisher & Pinsker, 1971). Sin embargo, el presentimiento del autor es que, cuando se analizan en detalle, los perfiles de lenguaje pueden ser parecidos solamente en el hecho de que impliquen un habla fluida y compleja. Debemos probablemente esperar el desarrollo de técnicas de evaluación más sofisticadas antes de que podamos resolver esta cuestión.
Por lo tanto, los progresos que se realizan en la clasificación siguen un camino tortuoso, en el cual aparecen nuevos desarrollos que confirman tanto el reconocimiento de la continuidad entre condiciones que previamente se consideraban diferentes, como el descubrimiento de distinciones claras entre categorías preexistentes. Dadas las incertidumbres existentes, ¿cómo podríamos reaccionar al dilema diagnóstico planteado al principio de este artículo? Aunque podemos poner en cuestión hasta qué punto las etiquetas diagnósticas de la Figura 1 se corresponden con síndromes distintos, son sin embargo útiles para hacer descripciones taquigráficas. Para mayor claridad en la comunicación, sería aconsejable el evitar el uso del diagnóstico de autismo, salvo para niños que cumplan con los criterios diagnósticos convencionales (Rutter, 1978a; American Psychiatric Association, 1987), pero es importante tener en cuenta que el diagnóstico no puede ser excluido sin tomar en consideración la historia temprana del niño, y no se descarta simplemente porque el niño muestre interés en los adultos o establezca contacto ocular. Cuando un niño no cumple los criterios de diagnóstico del autismo y desarrolla un habla gramatical a una edad normal, pero presenta la triada de anomalías descritas por Wing (1988), de una forma entre suave y moderada, parece que el diagnóstico más apropiado es el de síndrome de Asperger. Algunos psiquiatras utilizan el síndrome de Asperger de un modo más amplio, incluyendo a cualquier niño con una inteligencia en los límites de la normalidad y con rasgos autistas que no cumpla los criterios de autismo, incluso si existe una discapacidad en el lenguaje. De hecho, el síndrome de Asperger se transforma entonces en un sinónimo de la categoría americana de trastorno generalizado del desarrollo no especificado en otra parte (PDDNOS)
. La desventaja de usar esta etiqueta de esta manera es que engloba un amplio rango de niños cuyas necesidades educativas serán muy variables.
El autor recomendaría utilizar el término de trastorno específico semántico-pragmático
para niños que no son autistas pero que inicialmente presentan un cuadro de retraso en el lenguaje y deficiencia en el lenguaje receptivo, y que después aprenden a hablar claramente y con frases complejas, con anomalías semántico-pragmáticas que se van haciendo cada vez más obvias a medida que su competencia verbal crece. Aunque al principio pueda ser difícil diferenciar a estos niños de otros con otros tipos de trastornos del lenguaje, el patrón de los déficits verbales se va distinguiendo cada vez más a medida que crecen.
¿Qué se puede decir acerca de la acusación de que el trastorno semántico-pragmático
es simplemente otro término para designar el autismo? Este tema se ha rodeado de gran confusión y controversia, en gran parte también porque el que estas dos categorías sean sinónimas puede interpretarse de dos maneras.
La interpretación más extrema es que todos los niños que se han diagnosticado con el trastorno semántico-pragmático cumplen de hecho con los criterios de diagnóstico del autismo. Es indudable que el diagnóstico de autismo no se hace siempre cuando procede hacerlo, ya sea por una renuencia a utilizar esta etiqueta negativa, o bien por falta de conocimiento de cómo cambia el autismo con la edad. No obstante, los datos preliminares del estudio de Rapin (1987) confirmaron que un niño puede tener un trastorno de lenguaje semántico-pragmático y no cumplir necesariamente los criterios del autismo.
Todo este tema se complica todavía más por el hecho de que, así como Bishop y Rosenbloom (1987) restringieron el uso de trastorno semántico-pragmático
a los niños con un trastorno específico del lenguaje que no eran autistas, Rapin (1987) no consideraba ambos diagnósticos como excluyentes entre sí. Se podría decir que, de hecho, utilizó el término de síndrome semántico-pragmático
para describir anomalías en el eje horizontal de la Figura 1, por lo que este síndrome podía encontrarse con o sin las anomalías sociales no verbales características del autismo. Desde el punto de vista lógico, esta es una posición defendible, pero se producirán malentendidos si algunas personas usan este término como diagnóstico alternativo del autismo, mientras otras consideran que las dos etiquetas son compatibles. Es de esperar que la designación de trastorno específico semántico-pragmático
para niños no autistas con este perfil de lenguaje podrá disipar algo de esta confusión.
Existe una interpretación alternativa de la reivindicación de que el autismo y el trastorno semántico-pragmático son la misma cosa: esta afirmación puede tomarse simplemente en el sentido de que los dos trastornos están en un continuo y no son cualitativamente distintos. Desde este punto de vista, cualquier trastorno que caiga en el dominio mostrado en la Figura 1 puede ser considerado como autista
. A la vez que puede ser útil enfocar la atención sobre los aspectos comunes existentes entre los trastornos, el extender de este modo la terminología puede causar más malentendidos que clarificaciones.
Por último, deberíamos tener cuidado con el abreviar el trastorno semántico-pragmático con las siglas SPD (en inglés), ya que estas iniciales se utilizan por los psiquiatras para referirse al trastorno de personalidad esquizoide
(en inglés, schizotypal personality disorder, SPD), una clasificación cuya relación con el autismo es altamente controvertida (Nagy & Szatmari, 1986).
Debido a que los conceptos sobre la naturaleza del autismo han cambiado, también han cambiado las ideas sobre la naturaleza de la deficiencia de lenguaje en el autismo. Kanner (1943) hizo unas descripciones detalladas sobre las anomalías en el uso del lenguaje en los niños autistas, pero consideró que la falta de habilidad para establecer relaciones sociales era el problema primario, del cual se derivaban las dificultades de lenguaje como síntoma. Muchos psiquiatras adoptaron el punto de vista de que, aunque el niño autista fracasaba en la comunicación, la capacidad subyacente del lenguaje estaba intacta. Rutter (1978b) ha revisado los trabajos que ponen en cuestión esta postura, y ha concluido que, aunque la deficiencia del lenguaje no puede explicar todos los demás síntomas, los déficits sociales y de comportamiento se acompañan de discapacidades genuinas del lenguaje y de la función comunicativa. Al haber cambiado el concepto de los déficits de lenguaje en autismo, también han cambiado las actitudes sobre el papel del terapeuta del lenguaje. Cuando el autismo se consideraba como un trastorno puramente afectivo, la terapia de lenguaje era claramente irrelevante. Una vez que se constató la auténtica severidad de los déficits de lenguaje en los niños autistas, esta postura cambió espectacularmente, y se produjo un impulso masivo hacia el aprendizaje del lenguaje, con la esperanza de que si se superaban las dificultades verbales, se resolverían a su vez otros problemas. Actualmente, se ha alcanzado una postura más equilibrada. Se reconoce que los niños autistas tienen unas dificultades del lenguaje que constituyen un foco válido para su remedio, pero es claro que las aproximaciones tradicionales que hacen énfasis en el dominio de las propiedades formales del lenguaje no son en absoluto apropiadas: el entrenar a los niños para hablar no va a implicar una transformación de su conducta. El niño autista no necesita tanto aprender a hablar como aprender a usar socialmente el lenguaje para comunicarse. Todavía se encuentran personas que consideran que la terapia de lenguaje no es apropiada para niños diagnosticados con autismo, pero esta actitud proviene generalmente de la falsa creencia de que los terapeutas de lenguaje se preocupan únicamente de la articulación y de los ejercicios gramaticales. Rutter (1985) ha observado que el asumir que el único lugar para educar a un niño que ha sido diagnosticado con autismo es una unidad especial para niños autistas constituye una postura rígida que no ayuda en absoluto. Argumenta que hay que considerar el nivel y el patrón de los handicaps al decidir en qué lugar se va a educar al niño: algunos niños pueden progresar bien en una unidad para niños con deficiencias del lenguaje o con discapacidades mentales, o bien pueden asistir a un colegio normal, con el apoyo adecuado. Este tratamiento flexible es especialmente adecuado, sobre todo si empezamos a considerar el espectro de problemas autistas en su sentido más amplio y encontramos cada vez a más niños con deficiencias sociales y de lenguaje de una severidad desproporcionada.
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