Daniel Valdez
Artículo aparecido en el libro Autismo: enfoques actuales para padres y profesionales de la salud y la educación (Fundec 2001)
Tabla de contenidos
Cuando somos testigos de cualquier tipo de actividad o secuencia de actividades llevadas a cabo por una persona o grupo de personas en general tendemos a asignarle algún significado. Somos proclives a explicarnos los comportamientos de los demás de tal manera que nos resulten consistentes y que otorguen cierta continuidad al devenir de las acciones de los otros y al discurrir de nuestros propios pensamientos.
Unos dirán que nacemos especialistas y eso nos hace humanos competentes para lidiar con la opacidad de la conducta ajena. Otros van a sostener que es la propia interacción en espacios de experiencia compartidos, la propia dimensión intersubjetiva, la que hace posible que nos convirtamos en hábiles mentalistas. Pero unos y otros no niegan que nuestra actividad comunicativa y nuestra vida de relación se ven seriamente afectadas si esa competencia falla. Buenos o malos lectores de las acciones o las interacciones de los demás, somos en fin, compulsivos lectores. Acciones, gestos, caras, miradas, diálogos; son vías regias para atribuir y descifrar la intencionalidad que a ellos subyace.
¿Qué ocurre que algunas personas son más expertas que otras para realizar estas lecturas? ¿Qué sucede que otras son apenas novatas o no aciertan en la lectura o son analfabetas
o ciegas
a esos particulares grafismos
, garabatos
y dibujos
mentales?
Participamos del supuesto siguiente: las acciones humanas son guiadas por representaciones, creencias y deseos internos. Suponemos interioridad en nuestros semejantes, isomórfica con nuestra propia interioridad. Poseemos un mundo experiencial susceptible de ser compartido con nuestros congéneres. Desde muy temprano compartimos experiencias. Comparte experiencias emocionales quien dialoga o discute con otra persona, quien le muestra un cuadro o un poema que ama, o una pareja cuando se mira a los ojos y crea un mundo. También comparte experiencias un bebé que le señala a su mamá un objeto con el fin de mostrárselo, con gestos que llamamos protodeclarativos (Belinchón, Igoa y Rivière, 1992). Con menor o mayor nivel de complejidad, todo aquel que comparte experiencias, necesariamente le atribuye al otro un mundo experiencial. ¿Qué sentido tendría si no el hecho de compartirlas?
Cierto es que aquello que aparece como evidente, claro y natural nos puede dar la idea —falsa— de que implica un proceso sencillo y simple. Pero a decir verdad, la complejidad que entrañan las comunicaciones humanas, las sucesivas y múltiples intuiciones y/o inferencias que se realizan en cada actividad interpersonal exige de nosotros una serie de competencias que nos permitan penetrar en los mundos mentales ajenos y propios.
Es precisamente el ojo interior del que nos habla Humphrey (1986), la mirada mental
referida por Rivière y Núñez (1996), la que nos abre las posibilidades de desvelar la opacidad de la conducta de los otros, leer sus mentes, organizar el caos en el que nos sumiría la ceguera mental
(Baron Cohen, 1995). Nos permite dar alguna interpretación a las conductas de las personas y realizar predicciones acerca de sus cursos de acción. Comprender que poseen deseos, creencias, intenciones. Un mundo de emociones y experiencias diversas.
Son los psicólogos los que tratan de comprender las conductas humanas; de explicar por qué la gente hace lo que hace de la manera que lo hace y predecir lo que las personas harán en el futuro, qué planes seguirán, qué estrategias pondrán en marcha. Astington (1993: 2) afirma que en ese sentido todos somos psicólogos.
Por su parte, señala Humphrey (1986) : Hace quince años en ningún libro de texto que tratara el tema de la evolución humana se hacía referencia a la necesidad del hombre de hacer psicología: sólo se hablaba de la construcción de herramientas, del lanzamiento de dardos y de encender el fuego: es decir, de una inteligencia práctica más que social
(p. 42).
Resulta significativa está cita, por un lado porque revela que los intereses de algunos estudiosos de la evolución humana se dirigían hacia otros campos que los implicados por el desarrollo de las capacidades interpersonales y la teoría de la mente; por otro, porque promediando el año 2000 son muy numerosos los trabajos acerca del desarrollo de habilidades mentalistas y los déficits que supone su trastorno (Baron Cohen, 2000a).
Carruthers y Smith (1996) sitúan como punto de partida de los trabajos de los psicólogos del desarrollo acerca de la teoría de la mente, el conocido texto de primatología de Premack y Woodruff (1978), donde se plantea el interrogante acerca de si los chimpancés tienen una teoría de la mente. De manera paradójica esta pregunta descubre otra serie de asuntos no menos triviales: ¿a qué se llama Teoría de la Mente? ¿Y qué ocurre con los humanos? ¿Resultará obvio preguntarse acerca de las capacidades mentalistas en aquellos de quienes prototípicamente se predica mente? (Rivière, 1991) En cualquier caso, ¿es una capacidad natural
o es una teoría
elaborada acerca de las demás personas y de uno mismo? ¿0 una conjunción de ambas posiciones?
La pregunta acerca de los chimpancés la responde Rivière (1997a: 6) cuando afirma que en todo caso, de poseerla, la suya sería una teoría de la mente chimpancé
. Es decir, ¿por qué habrían los chimpancés de compartir la teoría de la mente con la especie humana?. La pregunta inicial puede haber resultado ciertamente antropocéntrica, pero ha abierto un espacio de discusión fecunda.
Tal discusión está lejos de haberse cerrado. De hecho, si bien algunos autores son cautos a la hora de atribuir una teoría de la mente a los chimpancés, no dudan de que quedan cosas por explicar respecto de su comportamiento. De Waal, en una cita recogida por Baron Cohen (1995: 124) señala que el rol crítico del contacto ocular entre chimpancés es una característica en común con los humanos. Entre los simios, es un prerrequisito para la reconciliación. Es como si los chimpancés no confiaran en las intenciones de los otros hasta no mirar sus ojos.
. Algo parecido nos pasa a los humanos si cuando tratamos de establecer una relación comunicativa con una persona, ella o él miran el suelo o dirigen sus ojos hacia el techo.
En el marco del modelo de lectura mental de Baron Cohen, el Detector de Intencionalidad
(ID) y el Detector de la Dirección Ocular
(EDD) funcionan en muchos primates y les permiten interpretar la conducta de otros animales en términos de metas y deseos. De lo que no existen evidencias es de que el Mecanismo de Atención Compartida
(SAM) y el Mecanismo de Teoría de la Mente
(ToMM) estén presentes también en estos primates.
¿En qué consiste el ToMM y cómo es su funcionamiento específico en los seres humanos?
El Mecanismo de Teoría de la Mente (ToMM), —cuyo nombre proviene de los trabajos de Alan Leslie (1987, 1994)— es un sistema para inferir el rango completo de estados mentales a partir de la conducta, es decir, para emplear una teoría de la mente
(Baron Cohen, 1995: 51). Tal teoría de la mente incluye mucho más que la lectura de la conducta en términos de deseos e intenciones, la lectura ocular en términos de estados mentales perceptivos o el hecho de compartir estados mentales acerca de un objeto. ToMM es la vía para representar el conjunto de estados mentales epistémicos (tales como simular, pensar, creer, conocer, soñar, imaginar, engañar, adivinar) y relacionar todos los estados mentales —perceptivos, volitivos y epistémicos— con las acciones, para construir una teoría consistente y útil (Baron Cohen ofrece una exhaustiva revisión de experimentos que juzga como evidencia de los diferentes mecanismos que propone. La mención de ese caudal de trabajos empíricos excede el marco de este trabajo).
Los humanos somos, para Dennett, sistemas intencionales. A lo largo de nuestra historia evolutiva comenzamos preguntándonos a nosotros mismos si el tigre deseaba comernos, para seguir preguntando —desde una perspectiva animista— si los ríos querían alcanzar los mares o qué deseaban de nosotros las nubes como agradecimiento por la lluvia que les habíamos pedido y nos concedieron (1996: 33). La característica fundamental de la actitud intencional (intentional stance) es la de tratar a una entidad como un agente —atribuyéndole creencias y deseos— para tratar de predecir sus acciones.
Para Humphrey (1986), la mejor manera de caracterizar a los humanos es como Homo psicologicus. Su habilidad para interpretar los comportamientos en términos de estados mentales de un agente es el resultado de una larga evolución.
Frente a la expresión teoría de la mente, cabría preguntarse: ¿por qué una teoría
? Perner (1991), al caracterizar la mente, utiliza tres criterios: la experiencia interior, la intencionalidad (aboutness) y los constructos teóricos en explicaciones de la conducta. Con respecto a estos últimos, sostiene que los estados mentales cumplen un papel explicativo en nuestra psicología del sentido común de la conducta
(p. 124). Cuando tratamos de explicar o predecir la conducta ajena y la propia utilizamos tales constructos teóricos, es decir elaboramos una teoría de la mente de los demás y de la nuestra. El propio Perner manifiesta que tal vez la etiqueta de teoría no sea la más adecuada; pero es una manera de hacer observable
y susceptible de ser estudiado algo que hasta el momento pertenecía al dominio de la experiencia interna.
Para WeIlman (1990) nuestro uso de términos mentales comunes, nuestras asunciones cotidianas de otros pensamientos y los métodos que utilizamos para evaluar nuestros pensamientos y los de otros tienen una base reminiscente en constructos de las explicaciones teóricas de la ciencia
(p. 109).
Las expresiones Teoría de la Mente, psicología popular, psicología intuitiva, capacidad mentalista, son utilizadas por algunos autores como equivalentes (Baron Cohen, 2000b).
Para referirse al desarrollo del conocimiento infantil acerca de las personas con sus correspondientes estados mentales, Hobson (1991) prefiere utilizar otras explicaciones teóricas. Sugiero que es más apropiado para los psicólogos, pensar en términos de cómo los niños adquieren una comprensión de la naturaleza de las personas y un concepto o conjunto de conceptos acerca de las mentes de las personas
. Tal comprensión infantil está lejos de constituir una teoría
, no sólo por las características de dichos conocimientos, sino también por su modo de adquisición. El niño-teórico
es concebido como un ser aislado, un sujeto casi exclusivamente cognitivo
, uno sobre el que es fácilmente aplicable la metáfora computacional
(p. 19).
La tesis de Hobson es que el niño adquiere el conocimiento acerca de la naturaleza de las personas a través de la experiencia de relaciones afectivas interpersonales. Es la implicación intersubjetiva —para la que está biológicamente predispuesto— la que le permite la comprensión de la naturaleza subjetiva.
La concepción de Hobson acerca del desarrollo de la mente y las capacidades de implicación intersubjetiva (1993) y la de Trevarthen (1979, 1998) acerca de la intersubjetividad primaria y secundaria, su papel en el desarrollo simbólico y la propia organización del self son en muchos sentidos complementarias. Por un lado porque ponderan el papel de las relaciones sociales en la constitución del sujeto (lo cual es compatible con una concepción vigotskyana del desarrollo psicológico); por otro, porque tales relaciones involucran un proceso de experiencias emocionales y afectivas tempranas entre el bebé y las figuras de crianza. Experiencias emocionales que configuran progresivamente escenarios de significados compartidos, que se despliegan a modo de formatos (Bruner, 1983).
Nuestros primeros párrafos se referían a nuestra capacidad de leer
otras mentes y desvelar la naturaleza de las capacidades que se ponen en juego en las relaciones interpersonales y en la práctica comunicativa cotidiana, pero también cabría indagar qué papel juegan dichas competencias a la hora de comprender las metáforas que crea un poeta o compartir una emoción personal e inenarrable frente a la singularidad de la episteme poética. Es evidente que no todos los sujetos poseen la misma capacidad para comprender o producir textos poéticos. Tal capacidad supone un sistema de suspensiones (Rivière, 1997) cuya explicación no puede reducirse a la psicología popular aunque se halle íntimamente ligada a ella.
El mundo humano parece habitar no sólo esas geografías más o menos exactas de lo que Bruner (1986) llamó modalidad paradigmática del pensamiento, sino también escenarios que violan las reglas de la lógica y de las máximas griceanas y siguen las vicisitudes de las intenciones humanas, entretejiendo una trama narrativa difícilmente reductible a la axiomática de los sistemas artificiales.
Rivière (1991) plantea y desarrolla los desafíos a los que se enfrenta la psicología cognitiva si pretende ser una disciplina objetiva acerca de lo mental. Se (nos) interroga sobre la posibilidad de mantener el estatuto científico y a la vez un enfoque mentalista en la psicología.
Analiza las características de la mente fenoménica —que llama mente uno
—, de la mente computacional —la mente dos
— y de la compleja relación entre ambas mentes
.
Las habilidades mentalistas humanas no son meras actividades de razonamiento, no pueden ser reducidas al plano de una axiomática lógica, susceptible de ser formalizada. Es decir, no estudiamos sólo la mente dos
cuando tratamos de dar cuenta del funcionamiento del sistema mentalista.
Un sistema colonizado
por experiencias emocionales y afectivas, por significados y sentidos, por una modalidad divergente de funcionamiento, es difícilmente atrapable por la sintaxis de los mecanismos de cómputo.
Modalidad paradigmática y modalidad narrativa de pensamiento son irreductibles y complementarias. El desarrollo de la organización narrativa de la experiencia humana (Guidano, 1987) no supone sólo la posibilidad de construcción de mundos ficcionales —que también es propia del hombre— sino la construcción de mundos reales, contextos compartidos, entretejidos en las experiencias interpersonales cotidianas de las vidas reales de los sujetos.
¿Cómo afecta las funciones sociales y comunicativas el déficit de lectura mental en el contexto de esa vida real? Baron Cohen (1999, adaptado de las páginas 9–12) responde:
Pongamos algunos ejemplos de niños y jóvenes con síndrome de Asperger. Aclaremos que hablar de falta de sensibilidad hacia los sentimientos del otro
no significa que, a su manera, no puedan ser afectivos con las personas que quieren. Pero su forma de demostrarlo es diferente a la de otros chicos.
J. es un chico de 10 años con síndrome de Asperger. Al ver por primera vez a su maestro le comenta a su madre, en voz alta, Qué (mala) pinta que tiene éste
. Su madre se preocupa y me hace un comentario acerca de la forma de ser del niño y me dice que a veces la pone en apuros por su forma desinhibida de expresarse. Él no tiene la intención de agredir al maestro pero no es capaz de tener en cuenta que ese tipo de comentarios pueden herir la sensibilidad de las personas. Tampoco tiene la habilidad de disimular lo que está pensando o comentarlo en voz baja. Luego conversa con su maestro como si nada hubiera sucedido y lo invita a que un día vaya a jugar con su play station. J. es sumamente candoroso y espontáneo. Pero esa espontaneidad puede llevarlo a no respetar convenciones sociales.
M. es un adolescente de 16 años con síndrome de Asperger. Conoce de memoria varios diálogos de películas de cine, sobre todo de dibujos animados y comedias. Cuando nos encontramos me pregunta si me ha gustado la película en la que el niño dice...
y comienza a recitar un diálogo con las entonaciones y voces de diferentes personajes, sin reparar que no sé de qué película me habla, ni de qué escena, ni de qué personajes. No es capaz de darme, en ese contexto comunicativo, información relevante. Y para que la información sea relevante habría de tener en cuenta tanto lo que sé como lo que no sé. Dar la información necesaria para contextualizar su conversación e inhibir aquello que se supone constituye un contexto mental compartido.
S. se muestra incapaz de leer
el nivel de interés del oyente por su conversación. No muestra preocupación por el hecho de que a mí pueda no interesarme lo que me cuenta. Le apasionan las marcas de los autos. Me comenta que los japoneses han fabricado autos de marca X y caracteriza los diferentes modelos, luego continúa con los automóviles americanos y europeos. Además, como trata de establecer un vínculo y tiene deseos de conversar, me pregunta, cada tanto, qué auto tengo, qué marcas me gustan, si prefiero los de cinco puertas o los de tres, cuáles son los colores de fábrica de ciertas marcas.
Por otro lado, para poder acercarse a otros y comenzar una conversación hay que ser capaz de leer ciertas claves contextuales (por ejemplo, si la otra persona no está ocupada o dialogando con otros). Con frecuencia M. se siente rechazado porque no puede ser capaz de comprender esas claves y generar estrategias para acercarse a sus pares. Además, si siempre que se acerca es para hablarles sólo de lo que a él le interesa, los demás tienden a alejarse. Como tiene un alto nivel de inteligencia impersonal tiene conciencia de que se queda solo y manifiesta que no consigue amigos. Esto lo pone muy triste. Necesita ayuda para poder tender puentes hacia los demás. No puede hallar las claves necesarias, en cada situación interpersonal, para tener éxito en establecer vínculos. Y este es un punto importante en la problemática del síndrome. No es que a M. no le interesen las personas. Pero personas y relaciones humanas en general son una especie de misterio para él. Así como para los demás puede constituir un misterio la forma de ser de M.
Imaginemos por un momento que no fuéramos competentes para comprender el engaño o engañar, para comprender la mentira o para mentir. Independientemente de la valoración moral de tales conductas, uno de los problemas con el que nos enfrentaríamos en las relaciones con los demás sería la imposibilidad para interpretar, comprender o anticipar la conducta de otras personas.
Si fuéramos literales
a la hora de descifrar conductas y manifestaciones lingüísticas de los otros, nos sentiríamos frustrados y burlados en nuestra ingenuidad.
La distinción entre conducta e intencionalidad y la distinción entre realidad y ficción son características que en el hombre implican el desarrollo de competencias interpersonales fundamentales para su desarrollo normal.
Como señalan Sotillo y Rivière (en prensa) la conducta de mentira está estrechamente relacionada con la de engaño: aparece en situaciones de interacción social, es intencionada, utiliza habilidades relacionadas con la realización de inferencias mentalistas (de teoría de la mente), implica diferenciar la representación y el mundo, también implica diferenciar la representación propia de la ajena. Se da en conductas declarativas, en enunciados predicativos, y es una conducta expresada simbólicamente mediante un código lingüístico.
A la luz de las investigaciones sobre teoría de la mente (atribución de estados mentales a los demás y a uno mismo: estados mentales emocionales, epistémicos y de deseo), se puede considerar la función adaptativa cumplida por la comprensión y producción de engaño táctico y mentira en las relaciones sociales entre personas normales y el déficit que presentan las personas con autismo en tales competencias, lo cual daña radicalmente su vida de relación interpersonal.
Asimismo, se presentan serias anomalías en la comunicación y el lenguaje de manera temprana en el autismo. Para Bailey, Phillips y Rutter (1996) el nivel de lenguaje es buen predictor de los resultados psicoeducativos y está asociado con alteraciones de conducta, rendimiento cognitivo y capacidades de relación social.
Independientemente del nivel intelectual —recordemos que aproximadamente un 75% de los sujetos con autismo presenta algún nivel de retraso mental— las personas con autismo presentan déficit pragmático (Bishop, 1989; Tager-Flusberg, 1993; Monfort, 1997; Sotillo y Rivière, 1997a, 1997b).
Se registran fallos en la adaptación de las conversaciones a los contextos comunicativos, el inicio o mantenimiento de conversaciones, la comprensión de lenguaje figurado, metáforas, doble sentido, ironías y chistes (Flores y Belinchón, 1995; Belinchón, 1997; Belinchón, en prensa; Rivière, 1996; Riviére y Sotillo, 1995; Baron Cohen, 1997; Jolliffe y Baron Cohen, 1999).
El amplio abanico de alteraciones que recorren el espectro autista, abre un campo de problemas que exceden el déficit en teoría de la mente. No obstante, queremos hacer notar que tales alteraciones han sido y son estudiadas en el marco del propio desarrollo simbólico del sujeto, poniendo de relieve temáticas relativas a la teoría de la mente (Baron Cohen, Leslie y Frith, 1985; Riviére, 991; Baron Cohen, 1995), la función ejecutiva (Pennington y Ozonoff, 1996; Russell, 1997) y la hipótesis del sistema de coherencia central (Frith, 1989; Joliffe y Baron Cohen, 1999).
Aunque no nos extenderemos aquí sobre estos aspectos, cabe consignar que no pueden ser omitidos a la hora de estudiar el desarrollo de competencias narrativas y mentalistas en sujetos con espectro autista. Resulta además sumamente discutible el separar de manera tajante unos aspectos de otros. Diversas investigaciones se ocupan de estudiar las relaciones entre teoría de la mente y función ejecutiva (0zonoff, Pennington y Rogers, 1991; Perner y Lang, 2000), teoría de la mente y lenguaje (Tager-Flusberg, 1993; Sparrevohn y Howie, 1995, de Villiers, 2000; Tager-Flusberg, 2000), capacidades lingüísticas y sistema de coherencia central (Jolliffe y Baron Cohen, 1999), teoría de la mente y sistema de coherencia central (Happé, 2000). En todo caso, hablamos de un racimo de competencias, íntimamente relacionadas, que han de ser tomadas en cuenta al indagar el desarrollo de capacidades mentalistas y sus alteraciones en el continuo autista. (Wing y Gould, 1979; Wing, 1988)
Como hemos señalado, numerosas investigaciones dan cuenta del déficit de competencias mentalistas en personas con autismo (Baron Cohen, Leslie y Frith, 1985; Leekam y Perner, 1991; Happé y Frith, 1995; Swettenham, 1996). Tales características se vislumbran en los planteos ya clásicos de Kanner (1943) y Asperger (1944) —relativos a los problemas que presentan sus pacientes en lo que respecta a la comunicación y el lenguaje, a las relaciones sociales y a la flexibilidad— y se destacan en los estudios de las últimas décadas, que desde diversas perspectivas —neuropsicológica, neurobiológica, génetica, cognitiva— abordan el tema (Rutter, 1999; Rivière, 1997a, 1997b).
En diversos trabajos encontramos revisiones de las pruebas de teoría de la mente utilizadas en diferentes investigaciones que comparan poblaciones de sujetos con desarrollo normal y sujetos con trastorno autista. Happé y Frith (1995: 185–186); Frith y Happé (1999) y Baron Cohen (2000a: 3–16) listan estudios relevantes desde 1985 hasta 1998. Citaremos algunos de ellos:
Ocurre que salvo escasas excepciones, tal y como se presentan las pruebas clásicas de teoría de la mente, poco pueden decirnos acerca del nivel de competencia mentalista de personas autistas de alto funcionamiento o con síndrome de Asperger.
Las pruebas clásicas (como las de Sally y Ann) de primer orden las pasan correctamente los niños normales, en torno a los 4 o 5 años; y las de segundo orden, en torno a los 6 o 7 años.
Tal como citábamos más arriba, distintos investigadores (Bowler, 1992; Ozonoff, Pennington y Rogers, 1991) hallaron que algunos adultos con síndrome de Asperger resolvían correctamente la prueba de falsa creencia de segundo orden. Esto podría hacernos pensar en una contradicción con datos previos que indican que las personas autistas no pasan esta prueba debido a un déficit en las competencias mentalistas. ¿Qué es lo que ocurre? ¿Cómo pueden explicarse estos datos?
Las pruebas de teoría de la mente de primer y segundo orden no son pruebas complejas de teoría de la mente. (Baron Cohen, Joliffe, Mortimore y Robertson, 1997) Son pruebas que pasan correctamente niños de entre 4 y 5 años con desarrollo normal y niños de entre 6 y 7, también con desarrollo normal, respectivamente.
El hecho de que un adolescente o un adulto con autismo y un nivel de inteligencia normal pase las pruebas no puede hacernos inferir que posee un desarrollo normal de sus capacidades mentalistas. Si un adulto de 30 años, autista, de inteligencia normal, pasa la prueba de teoría de la mente del nivel de un niño de 6 años, no se puede concluir que dicho adulto tenga un desarrollo normal en ese dominio.
Como bien señalan Baron Cohen, Joliffe, Mortimore y Robertson (1997): todo lo que se podría concluir es que tiene intacta la capacidad de teoría de la mente de un nivel de 6 o 7 años de edad.
Por tanto, desde el punto de vista de la investigación, se plantea el desafío de elaborar nuevas pruebas que puedan ser aplicadas a adultos, autistas de nivel alto o con síndrome de Asperger.
Tales pruebas apuntarán a la detección de indicadores sutiles de inferencia mental en poblaciones con espectro autista leve.
Los antecedentes más recientes en esta línea son:
La tarea que proponen Baron Cohen, Joliffe, Mortimore y Robertson (1997) en uno de sus últimos trabajos se llama Leer la mente en los ojos
o Tarea de los ojos
. La tarea implica mirar fotos de la zona de los ojos y realizar una elección forzada entre dos palabras, la que mejor describa lo que la persona (de la foto) está pensando o sintiendo.
Tal tarea implica capacidad de teoría de la mente en el sentido que el sujeto tiene que comprender términos de estados mentales y relacionarlos con caras (con partes de la cara en este caso). Algunos de los términos de estados mentales son básicos
(feliz, triste, enojado, atemorizado) y otros son más complejos
(reflexivo, arrogante, etc.).
En un estudio, utilizando la Tarea de los ojos
, contrastaron, entre otras, la siguiente predicción: los adultos con autismo o síndrome de Asperger, a pesar de tener un CI normal o por encima de la media, presentarían déficit en una prueba específica de teoría de la mente. Esto fue confirmado en el estudio.
Debería consignarse que algunos de los sujetos con autismo o síndrome de Asperger de su muestra tenían estudios universitarios y aun así puntuaban bajo en la tarea de los ojos. Para los autores, esto sugeriría que este aspecto de la cognición social es independiente de la inteligencia general.
Aunque tal prueba suponga un avance en la forma de abordar el estudio de las capacidades mentalistas, consideramos que presenta ítems de elección —a partir del estímulo visual— bipolares y muy poco sutiles (simpático – antipático; amistoso – hostil) en cuanto a gamas de inferencia posibles.
Encontrar maneras de estudiar indicadores más sutiles que supongan diferencias en cuanto a alteraciones más o menos leves dentro del espectro autista implica un desafío a asumir.
Ese es el camino que han tomado nuestras investigaciones, iniciadas bajo la dirección de Ángel Riviére, cuya originalidad intelectual, búsqueda apasionada y preocupación por la problemática de las personas con autismo y sus familias, nos sirven de estímulo permanente para continuar con la tarea emprendida.
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