Los psicópatas autísticos

Hans Asperger

Capítulo del libro: Pedagogía Curativa: Introducción a la Psicopatología infantil para uso de médicos, maestros, psicólogos, jueces y asistentas sociales. Barcelona. Editorial Luis Miracle, 1966.

Fecha de la 1ª edición: Viena, Abril de 1952.

Los psicópatas autísticos

Una de las tareas más urgentes e importantes de la psicopatología nos parece ser la de describir al sujeto de tal manera que aparezcan con claridad y nitidez los rasgos uniformes y característicos de su personalidad. Y puesto que se trata aquí de personalidades anormales, hay que partir de la inteligencia perfecta de la perturbación e intentar encontrar aquellos rasgos esenciales que intervienen en la organización global de dichas personalidades, y de los que derivan las características fundamentales de lo somático, los fenómenos de expresión y también el psiquismo general, así como las dificultades de éste, de modo que podamos establecer un cuadro completo. Se obtiene así, como ya significamos en la Parte general, una especie de tipología, que no es ciertamente sistemática ni aplicable a todos los casos posibles, pero que es susceptible de ser utilizada en numerosísimos casos de sujetos caracterizados por ciertas singularidades bien marcadas. Además de su aplicabilidad a tales casos, opinamos que este método de investigación puede aguzar el sentido de apreciación para el enjuiciamiento de los niños que plantean problemas caracteriales.

Pero creemos que este método de estudio resulta de especial utilidad con un determinado tipo de niños que llamamos psicópatas autísticos, los cuales hemos descrito ya por extenso en un trabajo anterior.

Opinamos que su trastorno fundamental radica en una limitación del contacto personal para con las cosas y las personas. Mientras que el ser humano normal vive en constantes y mutuas relaciones con el mundo circundante, reaccionando continuamente ante éste, en los autísticos dichas relaciones se ven considerablemente perturbadas y limitadas. El autístico vive solo para si, no forma parte activa de un organismo mayor, en el cual influya y por el que sea influido a su vez, de una manera constante. La definición aristotélica del hombre como ser que vive en sociedad, sólo puede aplicarse a estos sujetos de modo bien limitado.

El nombre y concepto de autismo débense a Bleuler, quien designó así uno de los síntomas más específicos de la esquizofrenia, significando que los esquizofrénicos pierden el contacto con el mundo real, no se preocupan del mundo exterior, acusan deficiencias de iniciativa, ausencia de finalidad concreta, ceguera para muchos factores de la realidad, confusión mental, actitudes repentinas y manías; a todo ello se añade la falta de motivación exterior suficiente para muchos de sus actos, así como para su actitud general ante la vida, deficiencias tanto en la intensidad como en el alcance de la atención y la concentración, terquedad caprichosa, deseo simultáneo de algo y de su contrario, acciones compulsivas, automatismos, ejecución automática de órdenes recibidas, y otros fenómenos semejantes. En los esquizofrénicos se encuentran todas esas peculiaridades sumamente marcadas, es decir, como síntomas psicopáticos, haciendo que tales individuos sean absolutamente intratables e imposibles de influir. Pero ya en el tipo de niños psicópatas que pasamos a describir se encuentran todos esos rasgos con la misma tonalidad característica, aún cuando en grado mucho menor. Tales niños no están perturbados en el núcleo mismo de su personalidad, por lo que, aunque con dificultades, son influenciables y educables. Más también en su caso, el trastorno fundamental arroja una luz muy significativa sobre todas las manifestaciones de la personalidad y explica no sólo las dificultades, sino también los éxitos y los fracasos del autístico. Si uno ha tenido ocasión de observar las manifestaciones características de ese tipo, podrá advertirlas, aunque en formas leves, en muchos niños.

Características somáticas y fenómenos de expresión

El cuadro somático no es uniforme. Pero muchos de los autísticos tienen un rasgo en común: ya de muy pequeños carecen de lo típicamente infantil, de lo indiferenciado, lo indeterminado, lo todavía no formado, de aquella plasticidad y aquella plenitud que constituyen la característica esencial del niño, y en particular del párvulo. Muchos de estos psicópatas, por el contrario, presentan rasgos ya precozmente caracterizados y marcados, un aire de pequeño príncipe, lo que evidentemente contribuye en mucho a los fenómenos de expresión que describiremos más adelante, pero cuyo esbozo estático se encuentra ya como en potencia en los rasgos faciales (el rostro parece haber sido dibujado a trazos agudos).

Y no es raro que tanto el rostro como el cuerpo aparezcan extrañamente deformes y feos, prefiguración de la sorprendente torpeza de su motórica y de su comportamiento general. Nos encontramos con narices enormes y de formas raras, malformaciones de la mandíbula con dientes prognáticos de colocación discontinua (dentadura equina) u otras anomalías, un perfil angular muy marcado ya en temprana edad, y frecuentemente diversas anomalías del sistema piloso. Pero dicha fealdad, si se nos permite tan atrevida expresión, es la propia de un individuo de personalidad y de carácter y no la fealdad vulgar del degenerado o del débil mental, cerebralmente afectados.

Jamás faltan las irregularidades en la mirada, y no es de extrañar que la perturbación del contacto se manifieste principalmente en ella, puesto que es ésta la que, en primer lugar y antes que cualquier otro fenómeno mímico, lo establece. Desde el mismo momento en que el niño empieza a mirar, es decir, a partir del tercer mes de vida, y mucho antes de que disponga de las posibilidades de expresión del lenguaje, la mayor parte de sus relaciones con los circunstantes se establecen por medio de la mirada. ¡Cómo absorbe la criatura con sus ojos maravillados el mundo que descubre! ¡Cómo se refleja la emoción de esta primera toma de posesión en su mirada! ¡De qué manera expresa sus sentimientos con los ojos, mucho más espontáneamente que el adulto, el cual ya ha aprendido a distanciarse y a disimular! Todo ello es muy distinto en los autísticos. La mirada casi nunca se mantiene fija en un objeto determinado, en una persona precisa, dejando de revelar de este modo una atención despierta y un contacto vivo. Nunca se puede decir con seguridad si la mirada se pierde en la lejanía o se concentra en el mundillo interior; como tampoco se puede saber exactamente sobre qué discurre en ese preciso instante el niño y qué es lo que pasa en realidad en su espíritu.

Tal perturbación se manifiesta netamente en la conversación con otras personas. No se encuentran las miradas, dejándose de establecer así la unidad de contacto del diálogo. Pues cuando se habla con alguien, no se contesta sólo con la palabra, cuya misión consiste en comunicar un contenido abstracto, sino aún mucho más con la mirada, el tono afectivo del hablar, la expresión del semblante y del ademán. Es decir, que son precisamente las relaciones tímicas el principal enlace entre las personas, las que se manifiestan por los fenómenos mencionados. En cambio, es ajeno a ellos el niño autístico, perturbado en su contacto. De ahí que ni siquiera fije la mirada en su interlocutor, sino que sólo ocasionalmente lo roza con ella. Es en general bastante característico de tales niños el que no concentren firmemente los ojos, de manera que parece como si percibiesen de soslayo lo que se ofrece a su campo visual, aunque, como se comprueba en numerosas ocasiones, capten y asimilen tantos y tan variados mensajes de la realidad. En una sola ocasión es su mirada vehículo de fuerte expresión afectiva: cuando están preparando alguna travesura; entonces sus ojos relampaguean, y la mala acción no se hace esperar.

Completa este cuadro la pobreza de tales niños en mímica y ademanes. Puesto que no responden debidamente a las acciones y reacciones de su interlocutor, tampoco aparece su mímica en cuanto fenómeno expresivo mantenedor y creador de contacto. En ocasiones muestran un gesto caviloso y tenso. Pero en la conversación, su rostro es frecuentemente inexpresivo y huero, haciendo juego con la mirada ausente y abstraída. Su cuerpo es asimismo pobre en ademanes significativos, aunque en muchos casos sean ricos de movimientos, pero éstos son siempre estereotipias motoras, carentes de valor expresivo.

Aparte de la mirada, el vehículo más importante de la expresión es el lenguaje. En la Parte general se dijo ya que en las relaciones entre personas, la función del habla como vehículo portador de los fenómenos expresivos es al menos tan importante como la comunicación de su contenido conceptual.

Nos parecerá, pues, evidente, una vez más, que en los niños autísticos aparezcan perturbados los fenómenos expresivos de la palabra. Según los distintos casos individuales, se dan muy diversas posibilidades de trastorno: unas veces, la voz resulta extrañamente lejana y débil, con cierta afectación gangosa; otras veces es chillona, estridente, de volumen desajustado, de manera que le duele a uno verdaderamente al oído; en ocasiones fluye monótonamente, sin altos ni bajos, ni siquiera al final de la frase o del período, con salmodiante cantilena; o, al contrario, acusa exagerada modulación, produciendo el efecto de una pésima declamación, llena de estridente patetismo. La característica común en todos estos casos es que la dicción produce al interlocutor común la impresión de estar falta de naturalidad, de algo que no es normal, de caricatura que provoca la burla. Hay algo más: no parece dirigirse a alguien, sino proyectarse al espacio, tal como la mirada no se fija la mayor parte de las veces en el interlocutor, sino que vaga a su alrededor. En ocasiones, los niños autísticos no repararán en la oportunidad de manifestarse soltando un chorro de palabras o si se tiene tiempo de atenderles o sí el interlocutor está ocupado en otra cosa. No responden a la pregunta que se les ha hecho ni atienden a las circunstancias particulares de la situación concreta, sino que se lanzan a un charloteo completamente espontáneo. Cualquier persona notaría enseguida por el rostro del interlocutor que no es el momento oportuno de hablar, pero no tales sujetos. Sin parar mientes, van soltando todo aquello que tiene importancia para ellos en aquel instante. A veces, ni siquiera es preciso escucharles: se pueden hacer otras cosas en la mayor tranquilidad del mundo, y ellos siguen charlando. No siempre ocurrirá así, desde luego; algunos se mostrarán muy irritados y ofendidos por esta falta de atención.

En sentido lato, podemos considerar también, como fenómenos expresivos de la palabra, el vocabulario, la construcción de las frases y la gramática. Trataremos de ello en el párrafo dedicado a la inteligencia autística.

Dificultades del comportamiento

No son las particularidades citadas, ni las singularidades de la inteligencia lo que motiva el llevar a tales niños al pedagogo terapeuta, sino su conducta anormal y los graves y continuos conflictos derivados de ella. Es evidente que una persona afectada en su capacidad de contacto ha de sufrir las mayores dificultades en su adaptación al medio, no solo en lo sencillo y cotidiano, sino también en el plano más elevado de su interacción social. Desde luego, estas dificultades resultan mucho mayores durante la infancia que ulteriormente, cuando el intelecto, ya maduro, alcanza su nivel óptimo, de manera que en muchos psicópatas autísticos puede la inteligencia equilibrar y compensar numerosas inadaptaciones. Pero las funciones más perturbadas en los niños que nos ocupan ahora son precisamente las que tienen sus raíces en los niveles más profundos de la personalidad, llamémoslas pulsiones instintivas o disposiciones afectivas, y que ejercen una acción primordial en todo mecanismo de adaptación humana.

El niño normal aprende de quienes le educan. Aprende a obedecer mucho antes de que empiece a comprender el sentido de las palabras, dejándose dirigir preferentemente por la mirada de la madre, el tono de su voz, la expresión de su rostro y de sus gestos y ademanes, pues sigue el juego indescriptiblemente rico de sus movimientos expresivos, tanto de amor como de severidad. El niño normal se halla en intercambio constante con el educador, perfeccionando continuamente sus propias reacciones, corrigiéndolas una y otra vez de acuerdo con las vicisitudes de sus contactos con el mundo.

Lo que induce a los niños a la obediencia no es la comprensión del acierto de las medidas pedagógicas adoptadas, sino la fuerza afectiva del educador que emana de todas sus manifestaciones. Pero del mismo modo que resultan perturbados los mecanismos de expresión en tales niños psicópatas, resulta también trastornada su comprensión y su interés por las diversas expresiones del educador. Y del mismo modo que podemos comprobar en estos sujetos una profunda perturbación afectiva (de la que volveremos a hablar), también la comprensión de las actitudes o estados afectivos de los demás –o al menos su reacción frente a ellos– resultará anormal y en ocasiones hasta paradójica.

Comenzaremos describiendo su comportamiento y su dotación práctica. En un niño normal, no plantea ningún problema el aprendizaje de las pequeñas pero fundamentales exigencias de la vida diaria. Imitan, sin esfuerzo alguno, a los mayores y aprenden las cosas por sí mismos, sin que sea preciso que el educador se esfuerce mucho. En los sujetos autísticos es, en cambio, precisamente esto lo que acarrea mayores dificultades. Por una parte no manifiestan ningún interés por ello, y, por otra, tampoco demuestran la habilidad motora necesaria (no es fácil determinar de las dos deficiencias es la primaria, pero ambas se presentan siempre juntas.)

El comportamiento motor se revela casi siempre perturbado o en grado sumo, de suerte que en muchos casos se puede hablar de verdadera apraxia. En seguida descubren su identidad al educador experimentado, no sólo por la manera como sueltan la palabra, sino también por el modo que tienen de abrir la puerta del consultorio, o, en el juego, por la forma grotesca y cómica como empujan la pelota con ambas manos, sin lograr jamás un buen tiro, con movimientos torpes y abruptos, carentes de la elegancia y la ligereza propia del cuerpo infantil: se les ve acompañar sus grotescos tiros, cuando están absortos en el juego, con saltitos parecidos a los del canguro, sin saber medir nunca ni la distancia ni el rebote de la pelota, por lo que regularmente dan en el vacío cuando quieren cogerla.

Y las mayores dificultades y conflictos provienen del hecho de que, a causa de su torpeza y falta de interés, no son capaces de dominar los numerosos problemas prácticos de la vida cotidiana: el vestirse (sobre todo si hay que abotonarse partes de difícil acceso), el atarse los zapatos, el lavarse y limpiarse los dientes, el uso adecuado del cubierto, el mantener limpias las prendas, y el cuerpo, etc. Por lo general, el problema se agudiza especialmente al llegar tales niños a la escuela, ya que en ella se impone cierta autonomía, aun por el solo hecho de que no hay allí nadie que pueda atenderles y servirles. Surgen entonces las más cómicas situaciones, cuando el muchacho en cuestión no sabe, por ejemplo, cómo quitarse el abrigo, o se lo pone al revés, y abandona el edificio escolar con la ropa grotescamente en desorden, en medio de la horda vociferante de sus compañeros.

Son éstas las primeras ocasiones en que se producen, por lo general, graves choques con el mundo circundante. No se da sólo la circunstancia de que los niños autísticos sean demasiado torpes para solucionar las dificultades naturales, que por otra parte tampoco son objeto de su atención, sino que, además, oponen a las exigencias una resistencia negativa traducida muchas veces en actos de intencionada crueldad. Se añade a ello en muchos casos el que las actividades que reclama el quehacer diario se vean malogradas por una hipersensibilidad psicopática, la cual, aunque lleve al mismo resultado, tiene un origen distinto del que describimos a propósito de los neurópatas. En éstos son los nervios en exceso sensibles los que convierten en algo desagradable, verbigracia, el cortarse las uñas, en cambio, en nuestros psicópatas autísticos, el obstáculo parece residir más bien en una especie de retracción y de susceptibilidad de tipo anímico, como se diría sea tocado por otra persona, u otras rarezas semejantes.

Es sobre todo en el ambiente familiar donde se acusa con peculiar crudeza el trastorno básico de los psicópatas autísticos, o sea su inaccesibilidad personal, por cuanto suscita los más graves conflictos. En efecto, la comunidad familiar descansa principalmente en los vínculos afectivos que traban unos miembros con otros. La influencia sobre el niño, en la familia, se logra sobre todo gracias al afecto, por el juego armónico de los sentimientos entre padres e hijos. Pero precisamente ahí es donde fallan los sujetos autísticos, pues su comportamiento ante cualquier clase de afecto no sólo es la incomprensión, sino una marcada hostilidad. Precisamente los padres lo que más resienten es la actitud fría y distanciada de sus hijos, causándoles gran pena y tristeza (cosa semejante se observa con la conducta de los esquizofrénicos que, por el mismo motivo, son causa en la familia de conflictos más graves que en otro ambientes).

Los actos de maldad de los autísticos se dan sobre todo en la familia. Su singularidad consiste en una especial malicia: con pasmoso acierto advierten en seguida estos sujetos lo que puede resultar más desagradable e hiriente en una situación dada, a veces por puro instinto y otras veces con infalible premeditación reflexiva. En ocasiones, llegan hasta la ejecución de actos francamente sádicos (veremos más adelante algunos casos). Y raras veces falta la satisfacción y el gusto por la maldad, siendo ésta casi la única ocasión en que se puede ver relampaguear la mirada de estos niños, de ordinario tan vacía y perdida. También tras las tan frecuentes reacciones negativas, es decir, tras el hacer precisamente todo lo contrario de lo que se les ha ordenado, se esconde sobre todo la maligna satisfacción por el disgusto ajeno. Y frecuentemente lo manifiestan con toda claridad y con el escogido vocabulario que les es propio. Soy tan malo porque veo lo mucho que se enfada usted, declaró en cierta ocasión uno de tales sujetos que empezaba entonces a ir a la escuela, a su maestra (de ahí se deduce, como ya tendremos ocasión de exponer, una indicación para el especial procedimiento pedagógico que se impone en semejantes casos).

Solamente en individuos trastornados en su afectividad cabe la posibilidad de semejante conducta, es decir, que la irritación y el disgusto del educador sea para ellos algo sensacional que procuran suscitar conscientemente. El niño normal asimila los usos sociales principalmente porque atribuye un poder ilimitado y gran importancia a los sentimientos y afectos del educador, haciendo, por consiguiente, todo lo que está en su mano para asegurarse las simpatías de éste.

Ya en la familia se perfila netamente en todos los casos el aislamiento de los niños autísticos, sobre todo si tienen hermanos, pero también siendo hijos únicos, lo que es más frecuente. Parece como si el niño estuviera solo en el mundo, se oye decir con frecuencia. Deambula por todas partes como un ser extraño, y aparentemente no se entera de lo que pasa a su alrededor. Asombra a veces el acervo de conocimientos que ha adquirido de lo que tiene a su alcance, a pesar de su apariencia de despistado. Tales niños permanecen sentados, absortos en su juego o en su ocupación, lejos en un rincón: o también en medio de sus ruidosos y alegres hermanos o compañeros, pero completamente aislados, como cuerpos extraños, ajenos a todos los ruidos y a todo movimiento, encerrados en lo que están haciendo, rechazan cualquier solicitación del exterior, y se muestran muy enojados e irritados si se les interrumpe.

Las ocupaciones de los niños autísticos, especialmente de los párvulos, se reducen a menudo a manipulaciones estereotipadas, a veces a sencillísimas estereotipias motoras, por ejemplo, a un movimiento rítmico de vaivén, a un juego monótono, durante horas enteras, con el cordón del zapato o con determinado juguete, al que tratan casi como un fetiche, por ejemplo, un látigo o una vieja muñeca, se encuentran también en ellos movimientos giratorios y de acunamiento de los más simples, o les da por golpear un objeto, complaciéndose visiblemente con el ritmo, a veces forman hileras con sus juguetes, agrupan sus elementos de arquitectura según los colores, formas o tamaños, o conforme a otras leyes indescriptibles, en lugar de hacer con ellos verdaderas construcciones. Y todo sin que sea posible sacarles de su juego, de sus singulares problemas. Llegan incluso a inventar costumbres, que se fijan en ellos compulsivamente. Hay que darse cuenta sobre todo de que se trata de un comportamiento estereotipado verdaderamente anormal y de que representa una caricatura de una auténtica actividad. En el niño normal (y en ello reside precisamente el encanto que inspira éste) los métodos y el fin cambian incesantemente, creativamente, y puede observarse un perfeccionamiento constante, una acomodación cada vez mejor a la situación. En cambio, el comportamiento estereotipado lleva en sí una inquietante vacuidad y un siniestro automatismo.

Un muchacho autístico de siete años planteaba continuos y graves conflictos durante la comida porque no cesaba de contemplar las lunas de grasa de la sopa, ni de llevarlas de un lado para otro o de soplar sobre ellas. Era evidente que las cambiantes formas de las gotas de grasa le resultaban misteriosamente significativas.

Tales niños siguen en todo sus propios impulsos, sólo ven sus intereses particulares momentáneos, haciendo casi omiso de las exigencias del mundo circundante, dicen, hacen y dejan de hacer lo que les viene en gana. En todas sus manifestaciones vitales se puede advertir esta acrecida espontaneidad, vinculada a un trastorno de la reactividad. Por eso muchas de sus reacciones, y también de sus manifestaciones afectivas, como veremos, resultan tan abruptas imposibles de prever y muy difíciles de evitar pedagógicamente.

De todos modos, la mejor actitud consiste en ser indulgentes con esas singularidades y dejar que los niños sigan su camino, para evitar conflictos. Pero al surgir las inevitables imposiciones de la vida cotidiana se producirán significativos choques, a los que ya nos hemos referido en párrafos anteriores. La situación se presenta todavía más ardua y difícil cuando el niño llega a la edad escolar. En la escuela se limita considerablemente la libertad del impulso espontáneo y de sus intereses peculiares. El niño debe permanecer quieto en su sitio, atender y reaccionar de modo pertinente, cosas todas de las que tales sujetos son incapaces. Las ocasiones de conflicto se multiplican extraordinariamente. Los padres pueden con frecuencia salvar bien los escollos levantados por las rarezas de los párvulos autísticos, a condición de comprenderlos, pero al llegar éstos a la edad escolar, deben aquéllos llevarlos al consultorio pedagógico-curativo, porque nada obtendrán por el camino ordinario.

Si el maestro tiene ya bastante dificultades con los niños neurópatas para sofrenar su inquieta motilidad nerviosa, con su constante moverse y jugar con todos los objetos y su acentuada falta de concentración, éstas dificultades se acrecientan extraordinariamente en los autísticos. Se levantan de sus asientos con el mayor desparpajo, comienzan a bucear por debajo de bancos y pupitres e interrumpen al profesor, sobre todo charlando acerca de sus propios problemas. No hacen caso de las reprimendas o exhortaciones que se les dirigen, o contestan a ellas con una frescura inaudita (Eso me parece demasiado estúpido, solía contestar un recién ingresado en la escuela a su maestra). Nunca están atentos a lo que se discurre, a no ser que el tema de la conversación recaiga sobre sus intereses espontáneos. Pero en cualquier otro caso están profundamente distraídos, de suerte que viene a cuento hablar aquí, en oposición a la atención pasiva de los neurópatas, de un trastorno de la atención activa (véase más adelante lo que decimos acerca de las dificultades específicas del trabajo escolar).

También y desde el primer momento, quedan al margen de la comunidad escolar formada por sus compañeros de clase. Ya el mero hecho de que tales sujetos son distintos de los demás y de que por toda su conducta se diferencian acusadamente de los otros es motivo suficiente para que se les rechace y ataque, pues los niños tienen con frecuencia una sensibilidad mucho más fina que los adultos para captar las rarezas de carácter del prójimo, así como reaccionan por lo general sin compasión. Todo en el modo de ser y hablar de los autísticos, y no en último término su grotesca torpeza, provocan abiertamente las burlas y tomaduras de pelo. Pero este tipo, precisamente, no entiende de bromas (cfr. más adelante sobre este punto) y se lanzan furiosos, y sin tener en cuenta las circunstancias ni los eventuales efectos de su acción, contra sus atormentadores, o se vengan con verdadera malicia.

Se puede ser testigo así una y otra vez de ciertas escenas en las que uno de estos niños, en el recreo y sobre todo de camino hacia o desde la escuela, es el blanco de un grupo vociferante de muchachos, a los que ataca ciego de ira –por lo que se coloca en situaciones especialmente ridículas –o a los que se abandona con desesperados sollozos, vencido siempre, en uno u otro caso, por sus atormentadores. A menudo se llega al extremo de que sólo la madre, acompañando a su hijo, puede proteger a éste de sus crueles camaradas, de la misma manera que él está necesitado de la ayuda de la madre para vestirse, frecuentemente durante toda su edad escolar. En los casos más favorables, estos niños logran mantener a raya a sus pequeños circunstantes, desde luego una raya constantemente amenazada por la burla, y ello gracias a un rendimiento intelectual superior al normal o a una especial virulencia en sus ataques.

Uno de estos muchachos solía escapar, dando un salto desesperado, al círculo de sus atormentadores, y se refugiaba en una relojería próxima a la escuela. El relojero se encariñó rápidamente de él, a raíz del interés que despertaba, y el muchacho se pasaba cavilando y filosofando horas enteras en su compañía. Entretanto se había dispersado el grupo, y el camino de casa quedaba libre (¿quién no recuerda con este motivo a Wilhelm Raabe, que ha analizado y descrito a muchos de tales tipos raros?).

La inteligencia autística

Hasta aquí sólo hemos hablado de los defectos y dificultades de los psicópatas autísticos. Pero su cuadro global no es tan unívocamente desfavorable, sino muy al contrario. La otra faceta de su personalidad mejora en mucho los elementos de nuestro juicio sobre ellos, y posibilita un balance social francamente favorable: es ésa en muchos casos la particular naturaleza de su disposición intelectual.

El rendimiento infantil es función de una tensión entre dos polos: por una parte, la producción espontánea y autónoma y, por otra, la imitación de un modelo, la adquisición de los conocimientos y el estilo de los adultos. Ambas cosas deben combinarse en la proporción adecuada, si se quiere obtener un buen rendimiento. Si falta la fuerza creadora, o al menos la elaboración autónoma de lo adquirido, los resultados obtenidos no pasarán de ser formas huecas, mecanización completamente superficial, mero ademán. Ahora bien, la inteligencia autística ofrece la disposición contraria.

Estos niños crean sobre todo de modo espontáneo, y no pueden ser sino originales, en cambio, les resulta difícil estudiar, son difícilmente mecanizables, y son incapaces de asimilar los conocimientos y el estilo de los adultos, como, por ejemplo, del maestro. He aquí la explicación de sus peculiares facultades y de sus particulares dificultades.

Lo que acabamos de decir se manifiesta de modo muy característico en sus producciones lingüísticas. Estos niños, sobre todo los intelectualmente mejor dotados, gozan de un talento verdaderamente original y creador para el idioma. Son capaces de expresar sus vivencias y observaciones, muy originales, en una forma literaria no menos original, sea empleando palabras poco corrientes, que deberían suponerse totalmente ajenas a la edad o su medio cultural, sea utilizando neologismos, o al menos transformando el sentido de las palabras, en ocasiones muy atinadamente y con una gran fuerza expresiva, aunque otras veces pueden resultar un completo desacierto.

Es algo muy característico, y que se lee frecuentemente en la anamnesis, el hecho de que la formación del lenguaje haya comenzado muy pronto, a veces mucho antes de que el sujeto ha empezado a andar: con gran rapidez se ha constituido un lenguaje de sorprendente perfección, tanto en lo que toca a la gramática como al vocabulario. Desde luego, los niños pequeños hacen un uso muy suelto del lenguaje, formando, sin vacilación alguna, neologismos, a veces sumamente expresivos. Es esto lo que constituye precisamente el encanto del lenguaje infantil. Pero una vez pasada la primera etapa de la infancia, es libertad y esa originalidad de la expresión solo se da en los niños autísticos. Siguiendo a J. Feldner, hablamos en tales casos de lenguaje naciente, en contraste con el lenguaje transmitido y manoseado ya por los demás. El término expresa muy acertadamente su carácter original (análogo al del oxígeno in statu nascendi).

He aquí algunos ejemplos:

Un niño de seis a siete años explica la diferencia entre escalera y escala de mano diciendo que la escala de mano sube apuntando y la escalera serpenteando.

Un niño de once años, muy autístico, era particularmente inventivo y original en sus expresiones: De labios no lo sé, pero sí de cabeza (quería decir que había comprendido algo, pero que no sabía cómo expresarlo). Mi sueño, hoy, ha sido largo, pero delgado (ejemplo, al mismo tiempo, de introspección autística). Para un ojo artificial, esos cuadros quizás sean bonitos, a mi no me gustan. No me gusta el sol fuerte, ni tampoco la oscuridad, prefiero una sombra así, mezclada. A la pregunta de si era piadoso, contestó: yo no diría que no soy piadoso, pero no tengo ninguna señal de Dios.

Tras esta autonomía del vocabulario, late la originalidad de las vivencias. Los niños autísticos se distinguen por enfocar los objetos y sucesos del mundo circundante desde un punto de vista nuevo, haciendo caso omiso de la enseñanza recibida y siguiendo su propia interpretación creadora. Su actitud mental resulta a veces de una madurez sorprendentemente, y los problemas que se plantean suelen rebasar los límites ordinarios de los niños de su misma edad.

Como ejemplo, publicamos los resultados del examen de inteligencia de un niño de ocho años. En el cuestionario propuesto se trata de definir las diferencias entre diversos pares de conceptos:

Árbol–arbusto: El arbusto es cuando las ramas crecen inmediatamente a partir del suelo y todas entrelazadas, de manera que con frecuencia se entrecruzan tres o cuatro, por lo que se tiene un verdadero nudo en la mano. En el árbol crece primero el tronco y luego las ramas, y no hay esa maraña, y las ramas son gruesas. A mi me pasó una vez que metí el cuchillo en un arbusto, porque quería hacerme una honda, que corto cuatro ramas y me encuentro con un nudo de ocho en la mano. Y es que cuando dos ramas se frotan una contra otra, aparece una herida, y así crecen juntas.

Estufa–hornillo: y el hornillo, en él se hace la comida.

Lago–río: Pues el lago no se mueve del sitio, y el lago no puede ser nunca tan largo, y nunca se ramifica tanto, y siempre tiene fin en algún punto. El Danubio no se puede comparar con el lago de Ossiach, en Corintia, en absoluto.

Mosca-mariposa: La mariposa es de muchos colores, la mosca, de color negro. La mariposa tiene las alas grandes, de modo que dos moscas caben debajo de un ala. Pero la mosca es mucho más habilidosa, y puede subir paseándose por un cristal resbaladizo, y subir por la pared. Y tiene un desarrollo muy distinto (se ve entusiasmado y escribe acentuando exageradamente sus ideas). La mosca–madre pone muchos huevos en una pequeña ranura del piso de madera, y luego, a los pocos días, salen gusanitos. Lo leí una vez en un libro, y allí decía lo del piso de madera –casi me muero de risa cuando pienso en ello. ¿Qué es lo que asoma por el barrilito? ¿Una cabeza gigantesca con un cuerpo minúsculo y una trompa como la de un elefante? Y luego, a los pocos días, se transforman en crisálidas, y entonces, de repente, salen unas moscas pequeñitas y muy majas. Y luego el microscopio explica cómo puede la mosca subir por la pared. Precisamente ayer vi una que tenia las uñas muy pequeñitas en los pies, y al extremo de las uñas unos ganchitos minúsculos, y cuando nota que se resbala, vuelve a cogerse con sus ganchos. Y la mariposa no crece en la habitación, como la mosca. De eso no he leído nada todavía, ni sé tampoco nada, pero me imagino que la mariposa necesitará mucho más tiempo para su desarrollo.

Envidia–avaricia: El avaricioso tiene algo y no quiere dar nada, y el envidioso quisiera tener todo lo que tiene el otro.

Y, como segundo ejemplo, transcribimos a continuación algunas de las respuestas de un niño de siete años y medio, también contestando al cuestionario de diferencias del test de inteligencia.

Madera-vidrio: ¡Ah! ¡Eso sí que es fácil! El vidrio es transparente, la madera, no, el cristal es liso, la madera más pizarrosa, el cristal no tiene color propio, la madera sí y depende de si es nueva o vieja, si es nueva, tiene un color blanco amarillento con un poco de castaño claro, y si es vieja, un color castaño gris negro.

Cristal-espejo: Un espejo no es una cosa muy distinta, sólo un trozo de cristal, con una capa de mercurio por detrás, y ésta refleja la imagen que se encuentra delante del cristal, no sé por qué puede hacer eso el mercurio, quizás porque es tan oscuro. Yo ya me he fijado que cuando hay algo oscuro detrás de un cristal, se puede uno ver en él, y si detrás hay luz, todavía no me he visto jamás en el cristal. En casa tenemos una puerta vidriera y en ella se ve uno también sólo cuando no arde ninguna luz detrás de ella.

Otro muchacho, también de siete años y medio, toma la iniciativa en el examen (en aquel preciso momento se están tratando las preguntas a base de diferencias), prueba de la espontaneidad autística (como se puede deducir del contexto, su espíritu está torturado de angustia):

¿Puedo decirle yo también una diferencia? Entre el demonio y el ogro. El demonio es de color rojo, porque acaba de salir del infierno, el ogro es de color negro, porque está todo quemado.

Pero esta capacidad de observación original y esta atención despierta no se extienden a todos los objetos del mundo circundante –pues en tal caso los niños ya dejarían de ser autísticos–, sino que se circunscriben casi siempre a un interés singular, aislado y bien delimitado, que alcanza un desmesurado desarrollo. Así, algunos de tales niños resultarán atentos investigadores de la naturaleza y plantearán problemas de marcado espíritu científico, se harán sus propias observaciones con esencial y segura visión, ordenarán sus experiencias en una verdadera concepción del mundo, y formularán sus propias teorías (que a veces resultarán, desde luego, bastante descabelladas) . Otros, sobre todo los de edad avanzada, se procurarán, con habilidad y constancia, toda la bibliografía de que precisan para dedicarse a verdaderas investigaciones sobre cuestiones especiales, muchos de éstos se basarán única o principalmente en sus propias experiencias y vivencias.

Y tal sale un fanático de la química, y emplea todo su dinero (y si no le basta, lo saca de donde sea) para hacer experimentos, que son frecuentemente el terror del hogar. Tal otro se especializa más aún, con experimentos en los que menudean las explosiones y los olores nauseabundos. Un muchacho de este género se había especializado en venenos, poseía extensos y profundos conocimientos acerca de la materia e incluso disponía de una colección de esas sustancias preparadas, en parte, por él mismo, con métodos muy elementales. Lo habían mandado a nuestra institución porque había sustraído del laboratorio de la escuela una gran cantidad de cianuro potásico.

Atrae a otros especialmente el reino de los números: sin orientación de nadie y sin que se la hayan enseñado en la escuela, solucionan correctamente y sin dificultades las más complicadas operaciones de cálculo. Pero puede darse también el caso de que uno de tales niños que deja asombrados y boquiabiertos a quienes le rodean al solucionar los más complicados problemas aritméticos, tenga las mayores dificultades para asimilar los métodos de cálculo que se proponen y aprenden en la escuela, y reciba así, con razón, una mala nota incluso en su asignatura preferida (más adelante diremos más sobre este particular).

Danse en otros sobre todo intereses de tipo técnico, poseen una cantidad increíble de conocimientos sobre la construcción de complicadísimas máquinas, saber adquirido mediante incisivas preguntas, imposibles de eludir, y sobre todo por sus propias observaciones. De manera que se ocupan en invenciones fantásticas, como ultramodernas naves del espacio sideral y cuestiones semejantes (estas observaciones son de los años treinta y cuarenta, en que tales cosas eran algo completamente fantástico. Entre tanto se han realizado muchas de ellas. ¿Las habrán creado personalidades autísticas?).

Otra singularidad bastante frecuente de tales sujetos es una extraordinaria madurez de criterio para enjuiciar las obras de arte. El niño normal no comprende las grandes obras de arte, sus gustos se orientan hacia la estampa sencilla, sin relieve, de colores abigarrados o con muchos colorines de rosa y azul celeste, e incluso se entusiasma por ciertas cursilerías (los libros ilustrados para niños, con imágenes muy estilizadas, modernos hace quince o veinte años, resultaban, por tanto, muy poco infantiles, actualmente esta presentación ha mejorado). Los niños autísticos, en cambio, asombran a menudo por su sensibilidad artística finamente diferenciada, distinguiendo, sin dudar un solo momento, lo artístico de lo cursi, penetran el sentido hasta de obras de arte difíciles como, supongamos, las esculturas románicas o los cuadros de Rembrandt, y razonan con acierto no sólo acerca de lo representado en un lienzo, por ejemplo, sino también sobre lo que se oculta tras esa representación, sobre el carácter de las personas que aparecen en aquel, y sobre la impresión general que intenta no llegan a alcanzar jamás la madurez y plenitud espirituales que supone tal capacidad.

Se emparenta con tamaña comprensión del arte otra facultad, no menos frecuente entre los niños autísticos: una peculiar introspección y un seguro juicio crítico sobre los demás. Mientras que el niño normal vive sin preocuparse y apenas consciente de su propio ser, sin dejar por ello de reaccionar normalmente a lo que le depara la vida, tales niños cavilan mucho sobre sí mismo, se enfrentan con mirada crítica a su propia personalidad, se convierten en un problema para sí mismos y concentran la atención en las funciones de su propio cuerpo.

Un ejemplo: Un muchacho de nueve años que, como casi todos los niños autísticos, sufre durante los primeros días en nuestra clínica de grave nostalgia de su casa y su familia, nos relata cómo se tranquiliza por la noche, en la cama –pues es sabido lo intensa que es la nostalgia antes de dormirse–. Si uno coloca la cabeza sobre la almohada, se sienten zumbidos en el oído, y entonces hay que estarse quieto durante mucho rato, y eso es bonito. El mismo muchacho nos describe también la micropsia de que sufre en ciertas ocasiones: en la escuela veo a veces que la señora maestra tiene una cabeza pequeñísima, y no sé lo que esto significa, y me resulta tan desagradable verla así, que me aprieto fuertemente los ojos (y nos enseña cómo lo hace) y entonces me encuentro mejor.

En esta misma línea nos encontramos en ellos también con una visión objetiva de la propia maldad. Mientras que el niño normal, cuando la conversación gira en torno a sus travesuras, habla lo menos posible de ellas e intenta minimizar su gravedad o les busca una excusa, los autísticos las relatan sin el menor reparo e incluso con manifiesta satisfacción. Si la madre las cuenta en su presencia, escuchan con toda atención y completan el cuadro si ha olvidado algún que otro detalle, en parte por pedantería, para hacer honor a la verdad pero sin duda también por una maligna satisfacción íntima. Esta conducta, lejos de significar que se han dado cuenta de la gravedad de su falta, lo que representa el primer paso hacia la mejoría, es siempre síntoma de una asocialidad muy difícil de remediar (el mismo síntoma se analizó más arriba a propósito de la aparente comprensión de los epilépticos, aunque en los sujetos que nos ocupan ahora es manifestación de una personalidad de características muy distintas). También entre los delincuentes juveniles autísticos se encuentra frecuentemente la misma asombrosa objetividad y franqueza en cuanto el delito ha sido descubierto. Todo ello no resulta precisamente alentador para el experto, pues demuestra la falta de los instintos protectores y un trastorno de los más íntimos sentimientos personales, así como acusa una estrecha relación causal con la propia criminalidad.

He aquí un nuevo ejemplo –del mismo muchacho de siete años y medio, cuyas graciosas explicaciones sobre las condiciones necesarias para que el vidrio se transforme en espejo hemos citado anteriormente. Malo sí que lo soy, claro que ello depende de mi humor. Sabe, uno hace las cosas malas precisamente (acentuando fuertemente la palabra) porque están prohibidas. Propiamente, ser bueno me resulta mucho más fácil aquí (en nuestra institución) y yo mismo no sé por qué. Será probablemente porque no me atrevo, porque uno es aquí un extraño. Yo me imaginaba que el ser bueno era muy difícil, y me maravilla que sea tan fácil. Pero en casa sí que es terriblemente difícil, incluso en el Día de la Madre. Y el mismo muchacho, que ha de luchar con una gran angustia íntima, refiere a éste propósito, las avispas tengo decirlo, no son precisamente mis bichos preferidos… Y en general tengo un poco de miedo por las fuerzas de la naturaleza… Por ejemplo, que un fuerte torbellino derribe la casa… Y también me da miedo una tormenta en el campo abierto. …en el campo, allí sí que uno reza. En casa no hace falta porque se dispone del pararrayos (¡cuantos adultos se comportan también exactamente con arreglo a la misma idea!).

Esta manera de considerarse a sí mismo, esta objetividad ante sí mismo significa, por otra parte, que estos niños mantienen una gran distancia consigo mismos, que son ajenos a sí mismos, de la misma manera que con su propio cuerpo no se encuentran cómodos ni seguros (véase lo que hemos dicho acerca de la perturbación del esquema del cuerpo).

Ello se observa ya en la actitud que adoptan en el lenguaje: hemos observado a menudo cómo algunos niños hablan de sí mismos en tercera persona (dicen él en vez de yo). A este propósito, algunos autores norteamericanos afirman, hablando de niños autísticos (en la literatura médica norteamericana, este concepto designa estados aún más anormales, de tipo esquizofrénico o esquizotímico), que tales niños confunden durante mucho tiempo los pronombres yo, tu y él.

De la misma manera que estos niños se observan a sí mismos, también enjuician frecuentemente con extraordinaria lucidez a las personas que les rodean, aprecian muy bien quién les quiere de verdad y quién no, a pesar de que disimule su afecto o su desafecto, y poseen una aguda penetración para notar las anomalías de otros niños, pudiendo afirmarse que, por muy anormales que sean ellos mismos, son verdaderamente hipersensibles para aquellas.

Hay que ventilar aquí una aparente contradicción. ¿Cómo se compagina el trastorno del contacto, esta perturbación en las relaciones con los circunstantes, a la que se suele achacar todas las anomalías de los niños autísticos, con esa especial lucidez con respecto a personas y cosas que acabamos de citar? ¿Cómo es posible que una persona que presenta alteradas sus relaciones con el mundo en que vive, se dé clara cuenta de tales cosas? La explicación es la siguiente: el niño normal, especialmente el párvulo, que se encuentra en sanas relaciones con el medio ambiente y reacciona adecuadamente a sus estímulos, procede así gracias a sus sanos instintos, pero sin alcanzar, en la mayoría de las ocasiones, plena conciencia de los hechos. Pero para aquel enjuiciamiento crítico se necesita operar cierta distanciación con respecto al objeto. La distanciación del objeto concreto es el supuesto previo y necesario de toda abstracción, de toda toma de conciencia y de toda formación de conceptos. Y precisamente el reforzado distanciamiento personal y las perturbaciones de las reacciones afectivo-instintivas que caracterizan a los autísticos, constituyen en cierto sentido la condición previa de una buena comprensión conceptual del mundo.

De ahí que hablemos de una clarividencia psicopática, por cuanto ésta sólo se halla en tales sujetos. En los casos favorables, dicha condición, que naturalmente se mantiene, resulta ser base y pauta del camino profesional del individuo, y contribuye a que exhiba un particular rendimiento intelectual, que otras personas no obtienen. Pues una buena capacidad de abstracción es condición indispensable para el trabajo científico. Y, efectivamente, entre los científicos se encuentran numerosos caracteres autísticos. Tenemos una prueba de ello en la torpeza y el desvalimiento ante la vida real, debidos a una perturbación del contacto, que caracterizan al profesor distraído, y los cuales le han convertido en tipo imperecedero del humor universal.

Desgraciadamente, no prevalecen en todos los casos el aspecto positivo y prometedor de los rasgos autísticos. Hay tipos entre ellos de muy diverso nivel personal: desde individuos originalísimos, que lindan con lo genial, pasando por tipos raros, ensimismados, ajenos a la realidad y de escaso rendimiento, hasta ciertos débiles mentales semejantes a autómatas, gravemente perturbados en su contacto.

La originalidad de pensamiento, que extrae su materia prima de sus propias vivencias y no del exterior, produce con frecuencia la impresión de un marcado defecto. Tales niños llegan entonces a elaborar teorías y consideraciones más abstrusas que originales y de poca utilidad para la vida práctica.

Citaremos como ejemplo la respuesta de un niño de ocho años a la pregunta discriminatoria sobre las diferencias entre la madera y el cristal: la madera crece y adquiere una piel sucia, atrae la suciedad de la tierra y se hace tan dura que queda pegada al árbol y no se marcha ya, la tierra se consolida en el árbol. Cuando se deja caer un objeto de cristal, se rompe, a pesar de que está forjado, porque la cola que se ha puesto dentro al fraguado, se suelta, y así se rompe.

En línea descendiente, las transiciones son fluidas hasta esos oligofrénicos con trastornos cerebrales, de hábitos estereotipaos y semejantes a autómatas, cuyos intereses son del todo estériles. Hay entre ellos los individuos calendarios, que se saben de memoria el santoral de todos los días del año, luego, estos niños que mucho antes de ingresar en la escuela (normal o auxiliar), son capaces de enumerar todas las líneas de tranvías de la capital, con sus principios y finales de trayecto. Otros niños presentan intereses especiales y facultades memorísticas automatizadas todavía más asombrosos.

Hasta aquí hemos tratado del rendimiento intelectual de los niños autísticos desde el punto de vista de la producción espontánea y de sus propios intereses, nos ocuparemos ahora del que atañe al trabajo escolar. Quien solo obedece al dictado de sus impulsos espontáneos y responde muy poco a los estímulos y exigencias del mundo que le rodea, es susceptible de ofrecer algo original, pero no logra aprender. Esta verdad se comprueba en casi todos los casos. Tales niños, que maravillan y dejan atónitos a veces a padres y maestros por sus respuestas, de una madurez intelectual muy superior a la que corresponde por sus años, fracasan estrepitosamente en las asignaturas que resultan, por el contrario, facilísimas hasta para los más torpes, incluyendo a muchos alumnos de escuelas auxiliares, muy especialmente en las de fácil mecanización, es decir, en la lectura, ortografía y aritmética (hasta en la más sencilla tabla de multiplicar).

En cuando también en este algunos casos se registra un buen rendimiento en aquellas materias que coinciden con el especial interés del pequeño, a algunos de estos niños les resulta muy fácil, por ejemplo, aprender a leer, porque ya en edad extraordinariamente temprana, verbigracia a los seis o siete años, se han tragado todas las lecturas que han caído en sus manos (normalmente, la furia de leer sólo se da hacia los diez años), y algunos incluso aprenden a leer antes de ir a la escuela, haciéndose con el conocimiento de las diversas letras por medio de preguntas, a las que los adultos no pueden negarse a contestar, y procurándose el resto por sí mismos. Los futuros fenómenos en matemáticas calculan casi siempre muy bien ya desde la escuela, aún caso puedan surgir contradicciones significativas: la compulsión a seguir a toda costa sus propios caminos y aplicar métodos aritméticos de invención personal les impide asimilar los métodos propuestos y practicados en la escuela, ellos mismo se hacen la tarea difícil y complicada, se equivocan y llegan a resultados falsos.

Como ejemplo describiremos el método aritmético del muchacho de ocho años y medio cuyas originales respuestas a las preguntas discriminatorias hemos citado anteriormente: 27 + 12: Son 39. Y espontáneamente explica cómo lo ha calculado: 2 x 12 son 24, 3 x 12, son 36, me acuerdo de los 3 (quiere decir que 27 es lo mismo que 2 x 12, aumentado en 3), y continúo calculando.

58 + 34: Son 92, mejor dicho, 60 y 32, pues siempre calculo a base de decenas

34 ₋ 12: Son 22, 34 más 2 son 36, menos 12 son 24, menos 2 son 22, esto se me ha ocurrido con más rapidez y facilidad que cualquier otra cosa

47 ₋ 15: Son 32, o bien, añadir 3 y a lo que se ha de quitar y añadir también otros 3, o bien, quitar primero 7 y luego 8.

52 ₋ 25: Son 27: 2 x 25 son 50, más 2 son 52, más 25 más 2 son 27.

Y ahora un problema (recuérdese que el niño tiene 8 años y medio, que va a la segunda clase del grado elemental y que, según informe escolar, no alcanza, a causa de sus dificultades para aprender, el nivel medio de la clase): una botella, con el tapón, cuesta 1 peseta con diez céntimos. La botella. La botella cuesta una peseta más que el tapón. ¿Cuánto cuesta cada cosa por separado? Cinco segundos después da la solución acertada. A requerimiento del profesor, explica cómo la ha hallado: Si la botella cuesta una peseta más, habrá que descontar esa peseta, y de los diez céntimos restantes deberá quedar todavía algo para la botella, por consiguiente, tengo que dividir por 2, y así el tapón costará 5 céntimos y la botella una peseta con cinco céntimos.

Por muy atrayente que sea en este niño tan soberano dominio de la aritmética, se revela también aquí el reverso del modo de trabajar de los autísticos: aun cuando la solución sea acertada, cada una de las operaciones aritméticas obedece a un método de propia invención y cada vez completamente distinto, cuando sería mucho más sencillo atenerse al esquema aprendido, restando primero las decenas y luego las unidades. Desde luego, no todos los problemas resultan bien solucionados, en algunos casos, ese andamio aritmético, de tan complicado montaje, por mucha originalidad que tenga, no alcanza los debidos resultados.

Téngase en cuenta que en el ejemplo citado predominan aún las condiciones positivas de los autísticos. En muchos otros niños, desgraciadamente, no es éste el caso. Los métodos empleados por ellos son tan aberrantes, que apenas se puede conseguir un solo resultado acertado, de suerte que su rendimiento real es pésimo.

Y también en el caso que acabamos de describir, el rendimiento en clase del muchacho era mucho peor que en el examen particular, en el que era posible respetar su ensimismamiento y dejar que se manifestasen plenamente sus producciones y consideraciones originales. También nosotros pudimos observar en nuestro establecimiento cómo su rendimiento, al trabajar en grupo, era mucho peor. En grupo es preciso atender a las palabras del profesor, que van dirigidas a todos, y hacer aquello que éste pide. Ahora bien, nuestro muchacho es incapaz de lo uno y de lo otro. Deja vagar sus pensamientos, medita sus propios problemas y casi nunca se entera de lo que se está tratando. De las explicaciones en clase, sólo capta aquello por lo que siente especial inclinación, y luego lo elabora a su modo. Y, cómo muy bien informa la escuela, nunca sabe qué tareas escolares ha de realizar en casa, a pesar de todos los esfuerzos de sus familiares. No es, pues, de extrañar que, a pesar de sus indudables facultades intelectuales, reconocidas también por la dirección de la escuela, no haya alcanzado el nivel correspondiente a su clase.

El caso que acabamos de resumir es una prueba más de que los niños autísticos se encuentran obstruidos en sus estudios, no sólo por su compulsión a hallar métodos originales y la subsiguiente incapacidad de asimilar los que le propone la escuela, sino también, y principalmente, por una perturbación de la atención activa en el estudio. Por consiguiente, no se trata o no se trata sólo de la perturbación corriente de la concentración propia de muchos niños neurópatas, distraídos de su trabajo por cualquier estímulo exterior y por cualquier movimiento o agitación circundantes (atención pasiva). Los autísticos más bien no están dispuestos ya de antemano a fijar su atención y concentración en aquello que el mundo externo, y en este caso concreto la escuela, les depara y exige. Lo mismo que en todas sus otras dificultades caracteriales, muy difícilmente se les puede influenciar desde el exterior en lo que concierne a este trastorno.

No es de extrañar, pues, que la mayoría de los niños autísticos tropiecen con grandes dificultades en sus estudios. Los profesores, cuando alguno de tales niños obtiene malos resultados en las tareas de fácil mecanización, suele hacer la vista gorda, debido a que tales deficiencias vienen compensadas por cualidades positivas y sus originales y acertadas respuestas. Pero en la mayoría de los casos, el profesor se siente desesperado por el agobiador trabajo que originan ambas facetas de tales perturbaciones. En muchas ocasiones surgen también conflictos muy significativos entre el profesor y los padres del niño: los padres, que por lo general propenden a enjuiciar favorablemente a sus hijos, los juzgan por sus manifestaciones intelectuales espontáneas, por ejemplo, sus originales ocurrencias, y los creen particularmente inteligentes. El profesor, por su parte, ve las fallas en cosas fáciles de comprender, y da malas calificaciones. Y he aquí armado el conflicto, en el que ambas partes tienen cierta razón. La disensión suele prolongarse durante todo el bachillerato elemental. Y se hace bien en mandar a estos muchachos, a pesar de todas las dificultades, al segundo ciclo. Frecuentemente, sólo durante el bachillerato universitario llegan a manifestarse plenamente los positivos valores de los autísticos, y, para asombro de los antiguos profesores, los estudios marchan entonces sobre ruedas, casi sin roce alguno.

La vida instintivo-afectiva de los psicópatas autísticos

Por cuanto llevamos dicho sobre las manifestaciones expresivas y las anomalías del comportamiento, habrá ya quedado patente la gran falta de armonía en la personalidad de los psicópatas autísticos y que el trastorno tiene sus raíces sobre todo en los niveles profundos de la personalidad, en la zona pulsional, todo lo cual se traduce en una mala acomodación instintiva a las situaciones diversas. Vamos a examinar con cierto detalle las perturbaciones de la vida instintiva y afectiva de tales sujetos.

Comenzaremos por la sexualidad. En este aspecto, el cuadro no es uniforme. Muchos de ellos, no solamente durante su infancia, sino también mucho más allá de la pubertad, son sexualmente indiferentes y frígidos, sus instintos sexuales son débiles y nunca en su vida llegan a desarrollar una libido sana y fuerte. En otros casos, por el contrario, aparece una sexualidad precoz, que a menudo se manifiesta en forma de masturbación intensa, temprana y tenaz, a pesar de todos los intentos para desterrarla. En muchas ocasiones, falta incluso el sentimiento de vergüenza y de culpabilidad que le suele acompañar de ordinario, esos niños se entregan a veces a su pasión con un exhibicionismo muy propio de la obstinación e independencia de conducta de los psicópatas autísticos. Puede darse asimismo cierto comportamiento homosexual en niño relativamente pequeños. También pueden aparecer rasgos sádicos.

Como ejemplo citaremos algunas manifestaciones de un muchacho de siete años, autístico en grado considerable: Mamá, un día cogeré un cuchillo y te lo clavaré en el corazón, y entonces brotará mucha sangre, y eso armará un gran alboroto. ¡Qué bonito sería que yo fuese un lobo! Entonces podría desgarrar ovejas y hombres, y la sangre correría. En cierta ocasión en que se hirió a sí mismo dicen que mostró un entusiasmo tan grande que el médico llamado para vendarle la herida, encontró el caso muy curioso.

Tampoco es raro encontrar entre tales niños cierta propensión a la coprofalia, muy en contradicción con su lenguaje, generalmente tan cuidado y pulcro.

Vemos, pues, cómo en el terreno sexual se revela en muchos casos una manifiesta disarmonía: en ciertos de ellos una debilidad sexual muy acentuada, y en otros una marcada precocidad y ciertas aberraciones de la libido. Pero nunca encontramos una maduración armónicamente combinada con otras facetas de la personalidad. Su peculiar modo de ser pone frecuentemente a estos individuos en conflicto con las leyes penales, una vez llegados a la edad responsabilizada por la ley (véase más adelante).

Encontramos el mismo comportamiento en los aspectos más diversos de la vida sensitiva. En marcado contraste se nos ofrecen la hipersensibilidad más delicada y la más tosca y basta insensibilidad. Veamos algunos ejemplos. Casi regularmente se manifiestan muy marcadas atracciones y repulsiones en lo que toca al sentido gustativo: es frecuente una especial predilección por alimentos muy ácidos o sazonados, como pepinillos o carne asada, no es menos frecuente la repugnancia, imposible de superar, por las verduras y alimentos lácteos. Algo parecido se da en el sentido del tacto: aparece aquí una aversión anormal con respecto a determinadas sensaciones de roce, por ejemplo, el de la seda, el terciopelo, el algodón, la tiza, algunos no soportan la aspereza de las camisas nuevas o de los calcetines zurcidos, el corte del cabello y de las uñas, la humedad del agua, etc. son fuente de desagradables sensaciones y motivo de graves conflictos. Con frecuencia se manifiesta en la clínica una peculiar hipersensibilidad de la faringe, lo que convierte los toques diarios en la garganta una verdadera tortura. Tales niños son igualmente hipersensibles a toda clase de ruidos. Todo esto, insistiremos en ello, acusa matices muy distintos de los que reviste la hipersensibilidad de los neurópatas: la anomalía, en los autísticos, resulta mucho más diferenciada, más singular, mucho menos influenciable y más fija.

La misma impresión de contradicción y de falta de armonía se tiene al considerar los afectos y sentimientos de tales sujetos en sus relaciones con las cosas, los animales y las personas.

Cuando trata uno con estos niños, a menudo se siente tentado de hablar de una manifiesta deficiencia afectiva. Esta se desprende ya del aislamiento en que viven tales niños con relación a las demás personas y de su oposición al mundo circundante, y en especial a sus familiares más próximos. Son muy pobres en muestras de afecto y cariño, que es precisamente lo que hace tan agradable y satisfactoria la convivencia con el niño normal. De algunos de tales niños se oye decir que jamás se han mostrado cariñosos, e incluso que habían reaccionado enfurecidos al querer hacérseles mimos. También sus actos de maldad y crueldad apoyan netamente el supuesto el supuesto de su gran pobreza afectiva.

Son egocéntricos en grado sumo, interesados brutalmente sólo en la consecución de sus deseos, persiguiendo únicamente lo que responde a sus propios intereses e impulsos, sin atender para nada a las órdenes o prohibiciones. Les falta el sentimiento de respeto para con los demás. Si habla uno con ellos, le tratan de igual a igual, hablan con gran aplomo y sin sumisión alguna. También en sus actos de desobediencia llegan a faltas de respeto inauditas, aunque pronto se evidencia que su desconsideración no brota de un ánimo intencionado y consciente, sino se trata de una incapacidad propia para captar la condición del interlocutor.

Tampoco manifiestan sentido alguno de la distancia entre personas: tal como se acercan despreocupadamente a todo el mundo, incluso a desconocidos y extraños, o les atacan como si no fuesen seres humanos, sino un objeto a un mueble, así exigen también, sin ningún sentimiento de timidez o de inseguridad, los servicios de todo el mundo y, por ejemplo, comienzan una conversación significando ellos mismos el tema a tratar. Todo esto indudablemente por no darse cuenta de las diferencias en edad y jerarquía social, ni tener el menor sentido de lo que es la cortesía y la educación, puesto que esta cosas, tan importantes para la convivencia humana, no radican en el entendimiento, sino en los niveles tímicos, los más profundos, de la personalidad.

También sus relaciones con las cosas son anormales. Mientras que para el niño normal, y sobre todo para el pequeño, los objetos están dotados de vida, pues a raíz de sus buenas relaciones con ellos los reviste de la suya propia, y luego, por su medio y ayuda adquiere sus experiencias y se va formando, pendiendo al mismo tiempo todo su amor en ellos, los niños autísticos resultan perturbados también a este respecto. O bien no prestan atención alguna a los objetos que les rodean y, por ejemplo, no muestran interés por los juguetes, o bien se manifiestan anormalmente vinculados a determinadas cosas, y no quitan jamás los ojos de encima, por ejemplo, de una látigo o un tarugo de madera o una muñeca, hasta el extremo de no poder comer ni dormir si no tienen a su lado su fetiche, y armar el mayor alboroto si se intenta quitárselo.

Con frecuencia, las relaciones de estos niños con los objetos se reducen a coleccionarios. Lo mismo que en otros aspectos, encontramos también ahí, en vez de una plenitud armónica y ordenada que abarque todos los objetos por igual, lagunas y defectos con una desmesurada inclinación por algún que otro objeto particular. El coleccionismo, sobre todo al modo practicado por los psicópatas autísticos, representa una mutilación en lo que podríamos llamar el alma de los objetos poseídos. Se amontonan determinados objetos, no para hacer algo o jugar o formar figuras con ellos, sino únicamente para saberse su dueño y señor. Así, un niño de seis años concibe la ambición de reunir mil cajas de cerillas, meta que persigue con un fanatismo digno de mejor causa, pero jamás se les ve jugar con ellas, por ejemplo, a ferrocarriles, como harán otros niños. Otro se dedica a coleccionar hilos de lana, y un tercero todo lo que encuentra en la calle o lo que puede sustraer por donde va, y todo esto no a la manera de los golfillos callejeros, en cuyos insondables bolsillos se puede encontrar todo, absolutamente todo cuanto precisan para la comisión de sus travesuras, sino que el muchacho autístico llena armarios enteros de trastos inútiles, está siempre reordenando los objetos de que se ha apropiado y los guarda como el más caracterizado de los avaros. Andando los años, tal pasión coleccionista se hace generalmente más interesante y razonable en la elección de los objetos, en su clasificación y en su asimilación mental, pero aún entonces, estos coleccionistas, incluso los ya adultos, son por lo general personas raras, con manifiestos rasgos autísticos.

Conocemos a varios jóvenes que guardaban en un cajón grande, pulcramente empaquetados y etiquetados, todos los juguetes que se les había regalado desde los primeros tiempos de la lactancia, dedicándoles verdadero culto. ¡Que falta de imaginación y que actitud aberrante con respecto a la propiedad!

También con relación a su propio cuerpo, tales sujetos presentan anomalías. No poseen el esquema somático, no se mueven en su propio cuerpo como Pedro por su casa. Tropiezan fácilmente con cualquier objeto, porque no saben situar su cuerpo en el espacio. Sólo a duras penas, y a veces nunca, se les puede inculcar la idea del aseo y de las obligaciones que impone la higiene personal. Incluso los adultos, que abrazan por lo general profesiones de tipo intelectual, van por las calles desaseados y sucios, y es posible ver catedráticos metiéndose los dedos en la nariz delante de todo el mundo. Hasta el término de la infancia, cometen continuas faltas de educación e higiene durante las comidas, se ensucian, hacen dibujos en el plato con la comida, y muchas veces se les ve mentalmente ausentes. No es raro, incluso entre autísticos de buen nivel intelectual, la incontinencia fecal y de la orina, fenómenos que luego dejan estupefactos, una vez que han ocurrido, pero que no saben cómo evitar.

Otro rasgo típico es su falta de humor. No entienden de bromas, y mucho menos si van dirigidas contra su persona (esta es una razón más de las continuas burlas de que son objeto). No consiguen jamás aquella alegre despreocupación ni alcanzan aquella comprensión del mundo en que se complace el buen talante y se inspira todo humorismo auténtico. Si alguna vez se muestran contentos, ello produce casi siempre una impresión desagradable de algo exagerado, desmedido, forzado: saltan y corren por el cuarto, aumenta su falta de consideración, se ponen pesados y se vuelven agresivos. Sólo en una cosa son originales: en los chistes, comenzando por la deformación de las palabras, con efectos a base de su sonoridad, y acabando con expresiones de mucha agudeza y verdadera gracia.

Pero tampoco en lo afectivo resultan todos sus rasgos tan netamente negativos como pudiera deducirse de todo lo antedicho. Se registran asimismo fenómenos completamente opuestos. Siempre nos ha sorprendido la fuerte nostalgia que sufren los niños al ser internados, que, al principio, no nos parecía cuadrar con los demás síntomas de pobreza afectiva.

Mientras que los demás niños, aun aquellos que se sienten fuertemente vinculados por auténticos lazos a la casa paterna, se acostumbran rápidamente al ambiente después de unos breves días de tristeza (porque pronto se dan cuenta del amor y cuidado con que se les trata en la institución y porque su interés se ve atraído por el nuevo ambiente y por las actividades, que ocupan absolutamente todo el día), se comprueba que, por regla general, los autísticos sufren fuertes depresiones nostálgicas. Pasan días llorando desconsoladamente. Sobre todo de noche estalla una y otra vez su pena. Hacen alusión a los padres, a los que tanto habían hecho sufrir en casa, con las palabras más cariñosas, con el pulcro y maduro lenguaje que les es propio y manifestando sentimientos sorprendentes. Los otros niños de la misma edad son incapaces de expresar sus sentimientos con tanta perfección. Acumulan razones por las que no se pueden quedar en el establecimiento, y precisamente ese día, razones en que se mezclan curiosamente la ingenuidad y la picardía, y escriben a casa cartas llenas de conmovedoras súplicas. Todo esto dura muchísimo más que en otros niños, hasta que terminan por acostumbrarse y comienzan a sentirse a gusto con el ineludible programa diario, sometidos a una dirección que tiene en cuenta sus especiales dificultades.

Puede ser que la razón de que tales niños sientan tanto la separación esté en una vinculación punto menos que compulsiva a los objetos y hábitos del medio familiar, es decir, que se deba a una marcada limitación en la normal libertad de acción y en la capacidad de adaptación. No obstante, tan fuerte reacción nostálgica nos demuestra que estos psicópatas son capaces de tener sentimientos y afectos en extremo diferenciados.

Podemos observar igualmente otros ejemplos de profundas vinculaciones afectivas. Así, por ejemplo, el muchacho, cuyas muestras de lenguaje especialmente original hemos aducido anteriormente, tenía dos ratones blancos que cuidaba y quería de manera verdaderamente conmovedora y a los cuales prefería, según él mismo decía muchas veces, a cualquier persona humana. Pues bien, el mismo muchacho hacía perder los estribos a los padres y al hermano por sus refinadas maldades. Pueden descubrirse una y otra vez en los niños autísticos ejemplos semejantes de profundas vinculaciones afectivas, de innegable profundidad, tanto para los animales como para determinadas personas

A la vista de semejante hechos, el problema de los mecanismos afectivos de estos niños resulta muy complejo. En todo caso, no puede conceptuarse simplemente de pobreza afectiva, es decir, considerarlo desde un punto de vista meramente cuantitativo. Esos niños más bien son cualitativamente singulares, más bien carecen de armonía, tanto en sus sentimientos como en sus afectos, y acusan a veces sorprendentes contrastes y contradicciones. Así precisamente es como se explica su trastorno de adaptación. Creemos, en general, que no se llegaría jamás a comprender bien la esencia de esta perturbación, si se la quisiera desmontar, como pretenden las normas de la caracterología de Schroder, en más o menos facetas psíquicas determinadas y fijadas de antemano. Se trata de algo específicamente psicopático, precisamente lo autístico, y a este común denominador ha que referir todas las anomalías características de tales niños.

Terapéutica pedagógica

Por todo cuanto antecede aparecerá ya claro que las dificultades pedagógicas de los niños autísticos deben ser enormes, puesto que la perturbación afecta a las relaciones humanas, base de toda educación. De nuevo intentaremos hallar el camino pedagógico adecuado a partir del estudio del modo de ser de estos niños.

Ordinariamente, a los niños, y sobre todo a los niños pequeños, no se les educa convenciéndoles por vía intelectual de las necesidades pedagógicas, explicando y razonando su valor. Sólo las personas carentes de instinto educativo obran así, con lo que cosechan casi siempre un fracaso rotundo.

Es principalmente la expresión afectiva, el sentimiento que brota de las palabras y de toda la actitud del educador lo que induce al niño a obedecer. O sea, que lo que educa es ese algo igualmente inteligible para el lactante, el animal y el que desconoce el idioma del educador. Pero es precisamente ese algo que el autístico no comprende, a causa de sus trastornos afectivos, reaccionando de una manera paradójica, con actitudes negativas, actos de maldad o la agresión, y esto tanto si se le trata con mimos y cariños como si se procede con enfado y airadamente. Estos niños no procuran atraerse las caricias por una buena conducta, pues las experimentan como desagradables e irritantes: y no se dejan inducir a la obediencia ni por la ira ni por las amenazas, pues disfrutan de tales estallidos como de algo ardientemente deseado, y hasta tratan de provocarlos.

Principio fundamental debe ser pues, que todas las medidas pedagógicas concebidas para estos niños se ejecuten con una suspensión de los afectos y sentimientos propios. Jamás debe el educador enfadarse o molestarse, como tampoco querer ser bueno o ajustarse al nivel infantil. No basta aparentar tranquilidad mientras se siente uno interiormente a punto de estallar de furia, sino que el educador debe estar realmente tranquilo y sereno en su fuero interno. Sin querer imponerse personalmente al pequeño, debe impartirle sus normas y directrices de una manera objetiva y serena. Si alguien asiste en calidad de observador a cómo se instruye a uno de tales niños y ve con qué tranquilidad y naturalidad sucede todo, puede tener la impresión de que la cosa se hace como si nada y de que se deja al niño que haga lo que quiera. Pero, en realidad, la educación de estos psicópatas necesita de una tensión de una concentración especiales, de una serenidad muy particular y de una seguridad por parte del educador, que no son nada fáciles de mantener.

Existe, además, el peligro de que uno se enzarce en una discusión a causa del negativismo verbal de estos niños, queriendo demostrarles que están equivocados y llevarles así al buen camino. Todo esto es perjudicial y no alcanza jamás la meta deseada. En cambio, casi siempre se consigue cortar esa verborrea inútil mediante una argumentación objetiva, tal como: no, no es preciso que calcules (y continuando con el mismo tono de voz tranquilo y reposado) cuántos son… En general, debemos insistir en que, por muy ilógico y contradictorio que parezca, estos niños no sólo sufren el defecto del negativismo, sino que también son muy sugestionables, e incluso se encuentra en ellos una especie de obediencia automática. Tan contradictoria actitud es todavía más clara en los esquizofrénicos. También ahí pueden hallarse en la misma persona la terquedad negativista y la obediencia automática. Ambos trastornos de la voluntad están íntimamente emparentados. En los niños a veces, la sensación que nos ocupa ahora hemos podido observar una y otra vez que si la orden se da con aquel mismo automatismo, en aquella misma forma estereotipada y con aquella misma cantinela con que ellos hablan, se experimenta a veces la sensación de que obedecen porque tienen que hacerlo, porque no les queda posibilidad alguna de oponerse al mandato.

Pero incluso en estos niños, tras esas relaciones aparentemente tan frías y objetivas debe existir una auténtica buena voluntad, si es que pedagógicamente son manejables. Pues son difíciles de dirigir aun en las más favorables condiciones. Únicamente se dejan instruir por personas que no sólo los comprendan, sino que además les tengan afecto y simpatía, que los traten con suma bondad y hasta con cierto sentido del humor. También para ellos rige la ley del automatismo timógeno (Hamburger): el comportamiento afectivo del educador influye automáticamente, sin pretenderlo ni darse cuenta perfecta de ello, en la actitud y conducta del niño.

Los niños autísticos hacen muchísimo caso al educador que sabe entrar en el juego de sus intereses, que comparte sus problemas y se los desarrolla y que les comunica algo de su propia y mayor experiencia de la vida, pues esto les impresiona mucho. Hay que proporcionar a estos niños una biblioteca sobre sus distintas especialidades, hay que aumentar sus colecciones y tratar, eventualmente, de elevarlas a un nivel superior científico. En pocas palabras, hay que tratar de hacerse en cierto modo autístico uno mismo con ellos. Entonces todo resulta mucho más fácil.

Mientras que el niño normal aprende por si mismo los quehaceres de la vida cotidiana simplemente viendo cómo lo hacen los adultos, y sin que tenga uno que preocuparse mucho por ello, en los niños autísticos todas estas cosas exigen, a causa de su falta de habilidad e interés, un ejercicio y un entrenamiento sistemáticos, lo que resulta muy pesado en todos los casos. Todo debe intelectualizarse y enseñarse por turnos, explicándolo y mostrándolo, con muchas repeticiones e infinita paciencia. En la mayoría de los casos, los padres son incapaces de ello. Algo parecido sucede con la instrucción elemental. En los casos más desesperados, el único remedio es la clase particular, hasta que con el tiempo se alcance una mejor socialización.

Con los muchachos autísticos ya mayores, y especialmente los más inteligentes, nos ha dado muy buen resultado el empleo de la siguiente estratagema: puesto que no obedecen cuando se les manda a ellos personalmente pero siguen las órdenes, al menos formalmente, cuando se formulan de modo genérico e impersonal, como una ley objetiva que tanto está por encima del niño como del educador (por ejemplo: Se hace esto de la siguiente manera…, ahora todos han de…, un chico inteligente debe…, etc.) hemos procedido en consecuencia. Estos niños de instinto perturbado, en los que sólo funciona la inteligencia, estos autómatas de la inteligencia, deben aprender todas las cosas de una manera racional. A menudo, y sobre todo tratándose de muchachos ya mayores, se alcanza una perfecta acomodación, casi sin la menor dificultad, si se establece un horario preciso, en el que se enumeran con exactitud todas las ocupaciones y obligaciones del día, comenzando por la de levantarse a una hora fija. Este plan se elabora en consulta con los padres, puesto que ha de ajustarse también a las costumbres domésticas, y es redactado por escrito. A veces se le confía incluso al niño la misión de llevar un diario detallado, tanto acerca de las particularidades del plan como sobre los acontecimientos del día. Entonces, a causa de la pedantería tan frecuente en ellos, se sienten literalmente atados a ese reglamento fijado de modo objetivo y exacto, y así como resultaría grotesco aplicarlo en un niño normal, en ellos ese procedimiento determina que se sometan a él sin conflicto.

Así como debe prescribirse la distribución diaria de ciertas cosas para los niños autísticos, en cambio hay que dejarles en libertad respecto de otras, especialmente en lo que toca a sus intereses particulares y a sus costumbres, mientras no resulten éstas demasiado entorpecedoras. De otra manera provocarían continuos e inútiles conflictos. Hay que pensar que tales intereses revisten para ellos gran importancia y que a menudo son origen de una buena aptitud profesional. Hay que convencerse de que, en general, de ninguna manera se les puede encerrar a la fuerza en un molde educativo ordinario. Hay que reflexionar muy bien sobre qué aspectos requieren una estricta normativa y en qué otros se les puede dejar vía libre. Esta discriminación es, desde luego, uno de los principios pedagógicos fundamentales cuando tenemos que habérnoslas con caracteres difíciles.

En la Sección de Pedagogía Curativa de Viena, por los años treinta, instalamos, sobre todo para niños, un Hogar de Pedagogía Curativa, en el que , por un lado, se intentaba, a pesar de todas las dificultades, reunirlos en juegos comunes, en los que un equipo tenia la misión de desarrollar la idea del juego (sin embargo, había siempre unos cuantos niños de contacto especialmente difícil, a los que se les permitía erigir, completamente aparte de los demás, su reino de indios en un jardín lleno de árboles y arbustos) y, por otro lado, se hacían muchas lecturas en voz alta, se miraban grabados, o se oía música, lo cual satisfacía los intereses muy diferenciados de esos niños. No se trataba de literatura infantil o de trozos preparados in usum delphini, sino de la mejor literatura de todos los tiempos, que estos niños comprenderían con una profundidad asombrosa, como demostraba una y otra vez la discusión, de la que salían sumamente complacidos incluso el lector y el jefe de grupo. Debido a que los niños eran objeto, en este establecimiento, de una sólida socialización (que a veces perduraba más allá de la infancia), en gran numero de casos fue posible hacer tolerable su estancia en el hogar paterno y en la escuela ordinaria, atarles (como se dice en la obra de Gottfried Séller, La gente de Sedwila) con un dorado vínculo a la humanidad.

Problemas del diagnóstico diferencial

Se impone delimitar la psicopatía autística con respecto a otros dos cuadros clínicos: el de la psicosis esquizofrénica y el de los síntomas postencefalíticos. Algunos de sus rasgos, sobre todo en sus manifestaciones más graves, recuerdan el cuadro clínico de la esquizofrenia. No hay que olvidar que el concepto de autismo deriva de esta psicosis. Y efectivamente, también esta última, gran número de los síntomas pueden reducirse al común denominador de perturbaciones del contacto. En este último caso se trata, desde luego, de una pérdida total de esta función, y es ésta una diferencia esencial con relación al estado psicopático que hemos descrito. No se da, incluso en los casos más graves y más críticos de psicópatas autísticos, la típica impresión, inconfundible experimentada por el observador atento, de que ante la personalidad del enfermo mental en cuestión se estrella uno como ante una muralla impenetrable, de que es imposible bucear en los sentimientos del paciente ni prever sus reacciones, como tampoco se tiene la sensación de hallarse frente a una persona psíquicamente en ruinas. Y es esta impresión de conjunto la que vale, aunque diversos síntomas particulares, como las rarezas y estereotipias, las reacciones negativas y automáticas, y en general todo su singular automatismo, recuerden insistentemente la psicosis esquizofrénica. Otra diferencia fundamental es la siguiente: la psicopatía autística es un estado que se presenta desde la más tierna infancia y se mantiene constante durante toda la vida, aunque revista dificultades que varíen cualitativa o cuantitativamente, pero no acusa los vivos y alarmantes síntomas (alucinaciones, graves estados de angustia, etc.) característicos del comienzo de la esquizofrenia infantil, que no corresponde, naturalmente, al de las formas hebefrénicas, ni tampoco desarrolla su proceso típico, ni conduce evidentemente a una desintegración de la personalidad, en la psicopatía que estamos considerando, en cambio, se desarrollan numerosas y auténticas relaciones personales, se establece una mutua comprensión, y los niños, aunque difíciles, pueden ser influenciados mediante determinados métodos.

Hemos visto, además, que algunos autores norteamericanos, y muy especialmente Lauretta Bender, que sin duda alguna posee la mayor experiencia en esta esfera, han ampliado mucho más que nosotros el diagnóstico de la esquizofrenia infantil, incluyendo en ella algunos casos que nosotros clasificamos como psicópatas autísticos, es decir, estados de contacto limitado pero no completamente suprimido, acompañados de las dificultades y síntomas característicos correspondientes. Debe de tratarse seguramente de aquellos casos de esquizofrenia en los que la psicoterapia, tal como es empleada usualmente en Norteamérica, tiene posibilidades de éxito. Mientras que nosotros consideramos como completamente inútil en las psicosis infantiles propias. Para confirmación de nuestro punto de vista, nos apoyamos en un trabajo de Hilde Mosse, según el cual, en la revisión de sesenta casos (de los Estados Unidos de Norteamérica) que, en la primera infancia, habían sido diagnosticados como esquizofrénicos, al cabo de unos años ni uno solo pudo confirmarse.

En segundo lugar, debemos distinguir entre el cuadro clínico de los psicópatas autísticos, especialmente de los menos dotados intelectualmente, y el de los estados postencefalíticos. Conocemos toda una serie de niños con rasgos autísticos típicos, pero en los que diversos síntomas inducen a pensar que fueron precedidos de algún trastorno cerebral orgánico. Características comunes a ambos estados pueden ser las siguientes: trastorno del contacto con sus manifestaciones típicas, actos de maldad, pedantería y estereotipias, apraxia y conducta falta de instintos naturales, automatismo global y mecanización dificultosa, pero con rendimientos espontáneos cualitativamente mejores. Llama la atención el hecho de que sean determinadas particularidades de la motórica las que se presentan igual en los oligofrénicos autísticos y en los oligofrénicos con trastornos de tipo postencefálitico: una singular inclinación a dar saltitos y carreritas, o ciertos movimientos rítmicos giratorios y oscilatorios rítmicos, sobre todo cuando están excitados, también podemos observar en unos y otros, y muy especialmente, una habilidad magistral en dar vueltas a toda clase de objetos que aparentemente no ofrecen ninguna facilidad para tal cosa (tacos de madera, e incluso sillones). Tal como estos niños gustan de girar en torno a su propio eje, así debe de causarles también especial sensación de placer el dar vueltas a los objetos. De los casos significados por Leo Kanner como early infantile autism, sobre los cuales hablaremos más adelante, gran parte pertenece probablemente a este grupo. Por la anamnesis se pueden obtener suficientes datos esenciales para saber si en un caso determinado se trata de un estado originado por una perturbación orgánico del cerebro, puesto que con ella encontramos, casi siempre, aunque sólo sea en forma rudimentaria, síntomas vegetativos o neurológicos, tal como se describió por extenso en el capítulo dedicado a los trastornos postencefalíticos del carácter.

Importa recordar a este respecto que en algunos casos no es posible distinguir si se trata de una psicopatía fundada en la constitución somática o de la secuela de un trastorno orgánico del cerebro, en general, cualquier perturbación funcional puede ser imitada por alteraciones orgánicas cerebrales, de lo cual hemos visto ya algunos ejemplos, y volveremos a encontrar aún otros más adelante.

Aspectos biológico hereditarios

En ningún otro tipo de psicópatas se ve con tanta claridad cómo en éste que el estado morboso es algo constitucional y de tipo hereditario.

No puede dudarse de la constancia de esta psicopatía: se la puede descubrir perfectamente poco más o menos a partir del segundo año de existencia, y continuará igual, aunque desde luego con dificultades variables, durante toda la vida. El hecho de que la enfermedad sólo aparezca claramente al segundo o tercer año, pero entonces, desde luego, con todas sus peculiaridades, no puede aducirse como prueba a favor de la decisiva influencia del ambiente y en contra de su origen constitucional. Si se reflexiona un poco, se caerá en seguida en la cuenta de la imposibilidad de que el trastorno se manifieste en época anterior: puede consistir, por ejemplo, en una hipertrofia de determinadas funciones corticales a costa del instinto, mas ello sólo puede producirse una vez se hayan desarrollado los centros y mecanismos transmisores corticales, proceso evolutivo que sólo se da alrededor de la edad aludida. Nos encontramos con un fenómeno semejante al tratar del síndrome neurótico-compulsivo.

Con la misma claridad se evidencia su carácter hereditario. Hemos podido observar a varios centenares de tales niños. En todos los casos en que nos ha sido posible conocer de cerca de los padres y parientes hemos podido comprobar entre los ascendientes rasgos psicopáticos emparentados. Con frecuencia sólo hemos hallado rasgos autísticos aislados, pero en otros hemos descubierto el cuadro sintomático completo del psicópata autístico, desde las características formas expresivas y la falta de habilidad, hasta las típicas dificultades de socialización, que aquí se ofrecen desde luego en un plano muy distinto. En la mayoría de los casos el padre, si es él quien ha transmitido a su hijo los rasgos psicopáticos, ejerce una profesión de tipo intelectual. En otros no pocos, ya los antepasados de tales niños, por espacio de varias generaciones, eran intelectuales, a los que se especial manera de ser había empujado irremediablemente hacia profesiones de esta índole. Con cierta frecuencia encontramos entre tales niños a vástagos de familias de famosos sabios y artistas. No obstante, a veces hemos tenido la impresión de que de su grandeza de antaño sólo quedaban los aspectos extravagantes y ridículos, frecuentes incluso en los más grandes y famosos científicos, de manera que asistíamos a una verdadera degeneración operada por una paulatina degradación en el transcurso de las generaciones. Sin embargo, muchos de los padres de nuestros niños autísticos, a pesar de sus considerables rarezas, ocupan puestos de importancia, lo que puede significar un elemento positivo en el enjuiciamiento del valor social de este tipo de personalidad.

Los sujetos autísticos se encuentran, por otra parte, en un número incomparablemente mayor, en la ciudad, y de ordinario en una serie mucho más larga de generaciones que el promedio correspondiente al campo, donde, por lo común, se encuentran en la generación de los abuelos. Ello indica el efecto selectivo de la ciudad, que precisamente para tales tipos y para sus posibilidades humanas y profesionales ejerce una especial atracción.

Los datos aducidos abogan a favor de la teoría de la fuerza transmisora de lo hereditario, pero también subrayan el carácter peculiar del estado psicopático, puesto que la herencia se efectúa la mayoría de las veces con marcada uniformidad. Resulta desde luego vana la esperanza –como en todos los demás síndromes semejantes– de señalar una vía hereditaria clara y sencilla: tales estados morbosos, que ya por sí mismos suponen un cuadro muy complejo, son indudablemente polímeros, es decir, relacionados simultáneamente con varias unidades hereditarias, y, si no se quieren violentar los hechos, hay que renunciar a plantearse la cuestión de si un estado tal se hereda en forma dominante o recesiva.

A propósito de la heredabilidad, analizaremos aquí algunas otras cuestiones de interés.

Si consideramos a nuestros niños autísticos con relación a su sexo, nos encontramos en primer lugar con la asombrosa realidad de se trata casi exclusivamente de muchachos. Hemos tropezado desde luego con perturbaciones de contacto también en muchachas, que por algunos de sus rasgos recordaban a los psicópatas autísticos, y otros cuadros clínicos análogos a la esquizofrenia. Luego hemos visto a muchachas en que era de suponer una encefalitis como causa de tales síndromes. Pero con nuestras propias enfermas no se nos ha esbozado hasta la fecha ni un solo cuadro completo como el que hemos descrito. ¿Se trata de una herencia vinculada al sexo o al menos limitada por éste? Creemos que sí.

El psicópata autístico es una variante extrema del carácter masculino, de la inteligencia varonil. Ya en la latitud de las frecuencias y variaciones normales aparecen diferencias típicas entre la inteligencia masculina y la femenina: las muchachas, por lo general, estudian mucho mejor, y ofrecen mejor disposición por lo concreto, lo real, lo práctico y el trabajo aplicado según modelos fijos, los muchachos, por el contrario, muestran mayores aptitudes para lo lógico, para la abstracción, para el raciocinio y la formulación precisos y para la investigación por cuenta propia, y cuando las muchachas se inclinan hacia esto último, se trata casi siempre de tipos que tienden a masculinoides (esta es también la razón por la cual, generalmente, los muchachos algo mayores obtienen una puntuación mejor que las muchachas, tanto en los tests de Binet como en otros parecidos, pues los problemas planteados en dichos tests, de carácter predominantemente lógico y abstracto, destinados a niños de diez años en adelante, son más adecuados para muchachos). En el psicópata autístico, dicha aptitud intelectualista alcanza su grado máximo. La abstracción –que en general es mucho más propia del entendimiento masculino, mientras que la mujer es más afectiva y se apoya más en los instintos– se ha desarrollado tanto en él, que las relaciones con lo concreto, con los objetos y los hombres, se han visto sobremanera recortadas, la acomodación a las exigencias del medio ambiente, que se realiza principalmente mediante las funciones instintivas, sólo se alcanza en grado sumamente limitado.

Aunque, como hemos dicho, no hemos tropezado con ninguna muchacha en la que se reflejase plenamente caracterizado el cuadro propio de la psicopatía que nos ocupa, sí hemos conocido algunas madres de niños autísticos que en su conducta y en sus reacciones se producían a su vez de manera manifiestamente autística. La única explicación de este hecho es que en las muchachas dichos rasgos morbosos se manifiestan con todas sus características sólo después de la pubertad.

Nos parece muy interesante y significativa una observación que pudimos hacer en América: no solamente hay allí mucho mayor número de mujeres autísticas, sino que el mismo cuadro sintomático se encuentra con todas sus particularidades y casi con la misma frecuencia entre muchachas que entre muchachos. Nos parece que este hecho cuadra perfectamente con la realidad de la vida norteamericana, tal como se manifiesta también en otros aspectos. En los Estados Unidos de Norteamérica se han desarrollado muchísimo más que entre nosotros, que parecemos ya amenazados del mismo mal, ciertos aspectos de la civilización moderna que acarrean la hipertrofia del intelecto y la simultánea depauperación de las funciones del instinto, de suerte que se opera una perdida del equilibrio entre ambas esferas vitales. Ello se manifiesta sobre todo en la transformación de la psique femenina (naturalmente, el hecho resulta todavía más evidente en las condiciones de vida de las grandes metrópolis) en el sentido de una masculinización de la mujer, cosa que puede comprobarse en numerosas particularidades de la vida pública americana. La hiperintelectualización y la consiguiente perdida del instinto, que corren parejas, llaman naturalmente mucho más la atención en la mujer, puesto que la fuerza de la psique femenina radicaba antaño sobre todo en el instinto, en el sano sentir, en oposición al varón, el cuál no podría igualarla en estos respectos. ¿Qué tiene de extraño, pues, que ese desarrollo, que en Norteamérica ha traído la igualdad de derechos de la mujer en mayor medida que entre nosotros, se pague al precio de que las modalidades psicopáticas masculinas se den a su vez con mucha mayor intensidad y frecuencia que antes entre la población femenina?

Al examinar nuevamente nuestros casos, hemos podido comprobar además que los psicópatas autísticos son, en un porcentaje muy superior al promedio, y aún teniendo en cuenta las condiciones de vida propias de las grandes ciudades, hijos únicos. Un adepto de la psicología individual explicaría naturalmente todo el cuadro a partir de la situación del hijo único y vería en ello una prueba de su motivación exógena: consideraría que las perturbaciones relacionales, así como la precocidad en discurrir y pensar, se deben sencillamente a que el niño se cría únicamente entre personas adultas, sin tener ocasión de aprender a adaptarse a una colectividad de hermanos. Y, efectivamente, muchos padres y maestros de tales niños entienden de esta manera las dificultades de aquél. Pero, al igual que en muchos otros aspectos, la concepción de la psicología individual confunde también aquí la causa con el efecto. Si se sigue el desarrollo de tales niños desde muy pequeños, si se puede ir observando cómo todo su ser propende a dibujarse de la manera indicada y si se sabe, además, que los niños autísticos que tienen hermanos se comportan exactamente igual que los hijos únicos, se revelará absurda una teoría que explique esos hechos únicamente por razones exógenas. No, el hecho de que tales niños sean autísticos no pueden fundarse en las malas influencias educativas a que se ve expuesto el hijo único, sino que trasciende de disposiciones innatas, heredadas de padres casi siempre igualmente autísticos. Pero puede ser también señal de perturbación del instinto de los padres el hecho de que hayan querido tener un solo hijo. Podrían aducirse ahí, desde luego, otros motivos muy distintos como, por ejemplo, los económicos.

Pero creemos que, por lo general, la motivación es más profunda, y que debe buscarse en los niveles pulsionales, es decir, en lo constitucional. La falta de deseo de tener hijos o la debilitación de este es otro rasgo característico de la mayoría de las personalidades autísticas, y por ello mismo otro síntoma más de su naturaleza hiposexual, de la perturbación o debilitación de los instintos. Vemos así que muchos de tales sujetos son asociales y permanecen solteros, sin mujer ni hijos, toda su vida, y que incluso entre los que se casan hay un número bastante notable de matrimonios cuya vida trascurre en continua tensión, sin hallar adecuada armonía entre instinto y espíritu y, sobre todo, sin que haya en él lugar para una prole numerosa. Estos matrimonios le recuerdan a uno la concepción de Klages del espíritu como enemigo de la vida. Hay que recalcar, por consiguiente, que el ser hijo único es más bien un síntoma del cuadro autístico que su causa.

Hay que contestar todavía a otra pregunta: ¿se trata, quizá, en los síndromes descritos, o al menos en alguno de ellos, de estadios preesquizofrénicos, de los que se desarrollarán posteriormente esquizofrenias propias? Nuestra experiencia nos hace contestar negativamente. Sólo conocemos a dos sujetos, que habíamos considerado primeramente como psicópatas autísticos, los cuales, desde luego, presentaban un mayor grado de anormalidad y ciertas diferencias con respecto a los sujetos típicos, y que fueron evolucionando años después, durante la pubertad, dentro de un cuadro hebefrénico. Uno de ellos no dejaba lugar a la menor duda, con su manifiesta desintegración de la personalidad: sin embargo, el otro no podía diagnosticarse aún con toda certidumbre. No obstante, en todos los demás casos, algunos de los cuales están bajo nuestra observación desde hace más de veinte años, no se ha podido registrar la evolución de esta forma de psicopatía en psicosis propia. Tendremos todavía ocasión de advertir cómo la personalidad preesquizofrénica produce un efecto muy distinto del de los psicópatas autísticos.

Se relaciona aún otra cuestión con la que acabamos de estudiar: ¿reposa el estado psicótico descrito en una predisposición parcial a la esquizofrenia (es decir, ¿son estos psicópatas –suponiendo verdadera la teoría de que la esquizofrenia se hereda polimeramente, lo que parece probable– portadores de algunos genes aislados solamente, mientras que la psicosis propiamente dicha resultaría de una combinación de varios factores morbosos?) o es debido a una predisposición general a dicha enfermedad mental que no se ha manifestado plenamente? Esta cuestión podría quedar resuelta mediante rigurosas y detalladas investigaciones genealógicas, pues, de ser así, en el parentesco sanguíneo de nuestros niños debería hallarse un número de esquizofrénicos superior al promedio. No podemos aportar aún datos precisos, pero, examinando las historias clínicas que poseemos, no advertimos un número de esquizofrénicos que llame particularmente la atención en el círculo parental de los niños autísticos. Nos parece, por consiguiente, que esa forma de psicopatía, ni desde el punto de vista biológico-hereditario ni genéticamente, nada tiene que ver con la esquizofrenia

Antes de dar fin a este apartado, es preciso discutir aún la cuestión de si resulta posible que los síntomas propios de la psicopatía autística sean debidos a fallas en la educación, principalmente por la intervención de madres neuróticas, causalidad tenida por indiscutible en el ámbito anglosajón. Creemos que tales interpretaciones derivan de aquellos posiciones fundamentales ante la vida a que aludimos en páginas anteriores, imposible de sostener racionalmente hasta sus últimas consecuencias. Casi nunca se discute el hecho de que los niños autísticos procedan precisamente de familias cuyos padres, y muy en especial las madres, presentan reacciones del mismo tipo psicopático, lo que constituye un argumento muy fuerte a favor de la existencia de factores hereditarios. Sin duda alguna, a tales niños, con sus disposiciones hereditarias, no les hace ningún bien el que se les trate, además, de manera poco inteligente, sobre todo durante los primeros años de vida, tan importantes para el establecimiento de buenas relaciones afectivas.

En nuestra concepción no se trata sólo de afirmaciones contra afirmaciones. La vida real nos presenta numerosos casos que constituyen también otros tantos argumentos en contra. Desde luego, se ve con frecuencia a niños emotivamente empobrecidos por haber transcurrido sus primeros años en un ambiente desfavorable, frío e inhóspito, de algún establecimiento, estos niños acusan perturbaciones varias, pero de ninguna manera las características de los psicópatas autísticos. Tampoco los niños adoptivos, al cuidado ya desde la lactancia de madres autísticas, se vuelven por esta sola razón a su vez autísticos (a no ser que tuviesen ya predisposición a ello), aunque sufran considerablemente de una educación carente de instintos. Y, en fin, hemos comprobado más de una vez la llegada a una plena manifestación sintomática de tal estado, aún sin poder advertir fallas educativas pronunciadas. Por ejemplo, cuando la herencia negativa procede del padre, que no ejerce gran influencia como educador, mientras que la madre, de instintos seguros y comportamiento perfectamente equilibrado, hace todo lo posible para encaminar bien a su hijo.

Y aún cuando, al efectuar una profunda anamnesis, se comprobará que estos niños habían sido objeto de menos cariño maternal del que hubiera sido necesario para el desarrollo de una personalidad normal, ¿no podría tener esto mismo su razón de ser en el hecho de que el niño, en disposición autística, hubiese rechazado en su más tierna infancia tales muestras de cariño? Se nos ha informado a menudo acerca de tales comportamientos. Por tanto, volvemos a encontrar mezclados la causa y el efecto. No es la inadecuada actitud afectiva del educador, o no es exclusivamente ella sola, lo que crea el carácter autístico: lo que hace ésta es no permitir que se desarrollen relaciones normales. Pero, desde luego, no deberíamos ahora ir a parar al otro extremo y rechazar completamente la importancia de la situación educativa. También en ello se encuentra en tanto… como, un factor y una situación ofrecida por el ambiente.

Tales razones nos impulsan a rechazar una causalidad puramente exógena de la forma psicopática descrita. Si añadimos, además, todos los datos que habían directamente a favor de un condicionamiento hereditario, creemos estar en lo cierto al considerar que el estado psicopático que nos ocupa, tan claramente delimitado, se encuentra estrechamente vinculado a ciertas disposiciones innatas de la personalidad

Valoración social

¿Qué será más tarde de los niños autísticos? En toda manifestación de anomalía intelectual y psíquica en la infancia, esta cuestión de la valoración social tiene suma importancia. Y precisamente en el caso de la psicopatía autística la respuesta es algo sorprendente.

Según lo dicho hasta ahora, cabría suponer que la integración social de estas personas ha de resultar extremadamente difícil, si no del todo imposible, puesto que hemos significado cómo rasgo esencial de la psicopatía un trastorno en la adaptación al mundo circundante. Sin embargo, en muchísimos casos esta suposición no se confirma, los más malparados a este respecto son aquellos sujetos en que a los rasgos autísticos se añade una oligofrenia o una perturbación cerebral.

Para tales individuos el porvenir se presenta desde luego bastante sombrío. En los casos más favorables logran refugiarse en determinadas profesiones marginales y subalternas, y aún pasando de una a otra frecuentemente. En los casos menos favorables constituyen esos tipos originales, raros y cómicos, que se ven vagar por las calles grotescamente desaseados, predicando alguna teoría sin pies ni cabeza, casi siempre blanco de las burlas de los golfillos.

Pero algo muy distinto sucede con los que conservan sus facultades intelectuales intactas, y sobre todo con los psicópatas autísticos que poseen una inteligencia superior al promedio. Sin duda, también en los adultos subsisten los mismos trastornos en sus relaciones con el mundo circundante que en los niños produjeron tan característicos conflictos. Si consideramos una definición antigua que caracteriza a los psicópatas como personas que sufren de sí mismas y que hacen sufrir a los circunstantes, nos daremos cuenta de que, al menos en lo que toca a su segunda parte, es perfectamente aplicable a los autísticos. Que nuestros sujetos sufran también de sí mismos, sería difícil decirlo, puesto que se resisten a manifestar sus íntimos sentimientos y su vida afectiva resulta impenetrable, tan ajena a la normal. Pero, si, de acuerdo con lo que cabía esperar de su actitud cuando niños, no resulta tan fácil entenderse con semejantes personas, sobre todo para sus familiares más íntimos y en especial para su cónyuge, el juicio sobre ellas resultará francamente positivo en cuanto se considere únicamente su rendimiento profesional.

Pues en gran número de casos alcanzan una buena posición profesional y, por consiguiente, también en la sociedad, consiguiendo a menudo puestos tan elevados y desempeñándolos con tal acierto y brillantez, que uno llega a convencerse de que precisamente tales sujetos autísticos, y sólo ellos, son capaces de tan excelente rendimiento. Es como si gozasen de especiales facultados gracias a una compensadora hipertrofia que equilibrase así sus considerables defectos. La energía y fortaleza de voluntad y la imperturbable constancia que laten tras la actividad espontánea de los autísticos, el verse reducidos a estrechos sectores de la vida, el concentrarse en un solo y peculiar interés, todo esto se revela ahí como algo positivo, que capacita a estas personas para considerables y magníficos rendimientos en sus respectivas especialidades. Precisamente en los autísticos, más netamente que en los niños normales, vemos que ya desde su más temprana juventud se define una tendencia a abrazar determinada actividad, y que ésta inclinación fluye fatalmente de sus disposiciones peculiares

He aquí un ejemplo. Hemos tenido ocasión de seguir durante casi tres decenios la vida de un sujeto que en todo su comportamiento presentaba el cuadro propio del psicópata autístico. Parecía como si ni siquiera se enterase de la existencia de las otras personas en el mundo, tan ajeno era a todo, y frecuentemente no reconocía ni a los conocidos más allegados. Tal como era especialmente torpe en su motórica (adolecía en grado muy elevado de las dificultades anteriormente descritas para el aprendizaje de lo cotidiano), así se manifestó en su comportamiento ulterior: sumamente inhábil e inadaptado (todavía se le podía observar en el tranvía, de hombre, entregado, con verdadera delectación y ajeno a todo lo demás, al vicio de meterse los dedos en las narices). Tuvo grandes dificultades en la escuela, pues o no aprendía nada o no lo aprendía tal como quería el profesor. Estaba muy poco dotado para las lenguas, y, durante el bachillerato, en griego apenas pasó de los primeros rudimentos. Solo se le aprobaba por consideración a sus otras cualidades.

Ya durante la primera infancia demostró dotes extraordinarias para las matemáticas. Preguntando de manera que no quedaba más remedio sino contestar, adquirió de las personas adultas los conocimientos necesarios, que asimiló y elaboró luego por su cuenta. Se relata la siguiente historieta de cuando solo tenía tres años. Se habló un día de polígonos. La madre tuvo que dibujarle en la arena un triángulo, un cuadrado y un pentágono. Tomó él entonces el papel, trazó una raya, y dijo: esto es un biángulo ¿verdad?. Luego hizo un punto, y dijo: Y esto es un uniángulo, ¿ no?.

Todos sus juegos, y todo su interés, se centraban en las matemáticas. Antes de ir a la escuela, sabía extraer ya raíces cúbicas, y se nos ha insistido una y otra vez en el hecho de que los padres no soñaban ni remotamente con meterle en la cabeza, mecánicamente, habilidades de cálculo incomprensibles para el niño, sino que fue el mismo pequeño quien llegó a imponer este su pasatiempo favorito, venciendo precisamente la resistencia de sus educadores. Durante el bachillerato sorprendía a sus profesores por sus conocimientos matemáticos, que penetraban hasta en los teoremas y concepciones más abstractas, y a tales conocimientos debió precisamente el que se le aprobase en el examen de grado, a pesar de sus modales a menudo francamente intolerables y su escaso rendimiento en otras disciplinas. Poco después de haber iniciado sus estudios universitarios –había escogido la astronomía matemática– descubrió un error de cálculo cometido por Newton. Su profesor le aconsejó que basara en aquel descubrimiento su tesis doctoral. Desde el principio resultó evidente que se dedicaría a la enseñanza universitaria. En un tiempo asombrosamente breve consiguió el puesto de ayudante de cátedra en un instituto de astronomía y la venia legendi. Ahora lleva ya tiempo como catedrático de Universidad.

Tan brillante carrera es, desde luego, poco común, pero cuadra perfectamente con lo que hemos podido observar en ciertos niños autísticos. Con gran asombro hemos visto cómo consiguen estas personas, a condición de conservar intactas sus facultades intelectuales, una posición social muy estimable, desde la que se dedican, en la mayoría de los casos, a profesiones marcadamente intelectuales y desempeñan funciones muy elevadas. Tienen preferencia por la teoría pura y los conocimientos abstractos. Conocemos bastantes sujetos en los que el norte de toda su vida lo constituyen las matemáticas, con los matemáticos puros se cuentan también técnicos, químicos y funcionarios públicos. Nos encontramos a veces también con tipos que se dedican a actividades especiales bastante originales y marginales, como, por ejemplo, la heráldica, y que gozan de reconocida autoridad internacional en su especialización. También de entre los niños autísticos observados por nosotros han salido algunos músicos bastantes considerados.

Este hecho, a primera vista asombroso, de que niños tan difíciles y raros consigan una posición social aceptable, y a veces incluso sobresaliente, tiene, sin embargo, su explicación, si se reflexiona detenidamente sobre ello. El elegir una profesión antes que otra implica limitar nuestros horizontes, renunciar a otras posibilidades, decisión muy penosa para otras personas. Más de un joven fracasa en la elección de su carrera precisamente por este motivo: viéndose dotado para varias profesiones por igual, no llega a tomar una decisión tajante ni a concentrar bastante energía en una sola dirección. Nuestros psicópatas autísticos dan, en cambio, la impresión de que siguen su camino con todas sus fuerzas y sin el más ligero titubeo –como si llevasen anteojeras para toda la gama de las otras posibilidades que ofrece la vida–, vocación para la que aparecen predestinados en cierto modo desde pequeños, gracias a sus especiales disposiciones. También en estos sujetos se comprueba la veracidad de aquella concepción de que en todo carácter lo positivo y lo negativo fluye de una misma esencia, y de que tales aspectos no pueden separarse sin más, aceptando únicamente las buenas cualidades y rechazando las malas.

Opinamos, pues, que éstas personas tienen también su puesto en el organismo social, que pueden llenarlo plenamente, y algunas de ellas acaso mejor que nadie.

Precisamente con tales caracteres se comprueba la gran capacidad de desenvolvimiento y adaptación de que son susceptibles incluso las personalidades anormales, y con cuanta frecuencia surgen en el transcurso del desarrollo nuevas posibilidades de engranarse con la sociedad, posibilidades que antes nadie hubiese sospechado en semejantes sujetos. Este hecho dicta, pues, nuestra actitud y nuestro juicio valorativo sobre éstos y otros individuos difíciles, y nos otorga el derecho, y al mismo tiempo nos impone la obligación, de ayudarles con todas nuestras fuerzas. Estamos en efecto convencidos de que solo la plena dedicación de un educador amante de su misión es capaz de alcanzar el éxito con personas tan difíciles.

Discusión sobre la literatura a propósito del tema

Nos llama la atención el hecho de que los dos representantes más destacados de la escuela tipológica, Schneider y Homburger, no describan ni un sólo tipo que coincida con el cuadro que acabamos de bosquejar, o que por lo menos presente mayores semejanzas. Estamos convencidos, sin embargo, de que precisamente el psicópata autístico representa uno de los tipos más marcados y característicos en sus rasgos esenciales, tanto somáticos como psíquicos, diferenciándose notablemente de otros y llamando frecuentemente la atención de todo buen observador, en cuanto tenga a su alcance una gama suficientemente extensa de niños difíciles.

En cambio, encontramos mucha coincidencia con los enfoques de Kretschmer, Jaensch y Jung. Concuerda en muchos rasgos con nuestras propias observaciones lo que Kretschmer escribe acerca de los esquizofrénicos, lo que dice E. R. Jaensch sobre ciertas formas de desintegrados y lo que apunta Jung acerca del tipo mental introvertido. Precisamente, en las descripciones de los caracteres introvertidos hemos encontrado muchos rasgos en común con las personalidades descriptas por nosotros. En efecto, la introversión no es más que una concentración en el propio yo (autismo), una reducción de las relaciones con el medio ambiente. Desee luego, no resultaría muy útil una extensa pormenorizada confrontación con las concepciones de estos autores, porque ninguno de ellos, salvo escasas y breves observaciones, nos dice nada sobre el comportamiento infantil de las personalidades que analizan. Falta la base comparativa, puesto que sus descripciones se desenvuelven en un nivel muy distinto del nuestro.

Descrito primeramente por leo Kanner, se ha hablado mucho del cuadro clínico de early infantile autism. Sin embargo, en nuestra opinión se diferencia claramente de los casos descritos en este capítulo, aun cuando pueden encontrarse muchos aspectos comunes en numerosos rasgos esenciales. Estos casos de autismo de la primera infancia acusan, a partir del último período de la lactancia, gravísimos trastornos del contacto ya de cariz psicótico. Mientras el propio Kanner suponía al principio que la causa de este terrible estado era la falta de cariño maternal y de calor afectivo, lo cual llevaba a los niños a su aislamiento y perturbaba sus relaciones sociales, en la actualidad, tanto él como muchos otros autores se apartan de este punto de vista basado en la teoría del ambiente, y opinan que no se trata sólo de un cuadro clínico, sino de trastornos de muy diversa naturaleza: auténticos procesos esquizofrénicos, estados consecuentes a trastornos orgánicos cerebrales (éstos constituyen probablemente el grupo mayor, también nosotros hemos podido observar a menudo t6ales casos) y quizá también trastornos neuróticos del desarrollo, de origen exógeno.