Trastornos del Espectro Autista
Una publicación que responde a las preguntas más frecuentes
planteadas en el autismo
Grupo de Estudio de Trastornos del Espectro Autista (http://iier.isciii.es/autismo/)
Instituto de Investigación de Enfermedades Raras – Instituto de Salud Carlos III
(Edición Noviembre 2004)
Tabla de contenidos
A fin de evitar la confusión generada por el uso sinónimo de términos que en realidad no lo son, es preciso clarificar, a riesgo de resultar redundantes, estos conceptos, y aclarar las normas de uso seguidas en la elaboración de esta sección de preguntas más frecuentes.
El término autismo se emplea generalmente, tanto en medios de comunicación como en entornos
profesionales o asociativos, para definir sintéticamente a todos los trastornos incluidos en la actualidad bajo
la denominación de Trastornos Generalizados del Desarrollo
. De hecho no es un término que ya
aparezca, como tal, aisladamente, en las clasificaciones internacionales. Hay también personas que utilizan
el término autismo de una manera opuesta, es decir, restrictiva, para describir exclusivamente el trastorno
autista contenido en los manuales clasificatorios, e incluso, únicamente al trastorno identificado
originalmente en 1943 –llamándolo entonces autismo de Kanner
–.
La clasificación psiquiátrica de mayor proyección internacional: el DSM de la Asociación Psiquiátrica
Norteamericana habla de Trastornos Generalizados del Desarrollo –TGD–
(que incluyen el trastorno autista,
el trastorno de Asperger, el trastorno desintegrativo infantil, el trastorno generalizado del desarrollo no
especificado –TGD-NE–, y el trastorno de Rett); y la clasificación CIE, de la Organización Mundial de la
Salud, utiliza también el término Trastornos Generalizados del Desarrollo
, aunque luego su listado no sea
idéntico al utilizado en el sistema DSM. Cabe señalar que esta denominación no es, en realidad,
estrictamente correcta, ya que el desarrollo no está afectado de manera generalizada en estas personas.
Por último, se viene utilizando en la actualidad el término Trastornos del Espectro Autista –TEA–
, y así lo
ha hecho en su propia denominación el Grupo de Estudio responsable de este sitio web (http://iier.isciii.es/autismo/). La experiencia
acumulada en los últimos años ha mostrado que existe una gran variabilidad en la expresión de estos
trastornos. El cuadro clínico no es uniforme, ni absolutamente demarcado, y su presentación oscila en un
espectro de mayor a menor afectación; varía con el tiempo, y se ve influido por factores como el grado de
capacidad intelectual asociada o el acceso a apoyos especializados. El concepto de TEA trata de hacer
justicia a esta diversidad, reflejando la realidad clínica y social que afrontamos. No es sin embargo un
término compartido universalmente, e incluye a los mismos trastornos integrados en los TGD, a excepción
del Trastorno de Rett, que se entiende como una realidad diferente al universo del autismo.
La utilización de todos esos términos han ido variando con el tiempo; siendo probable que se modifiquen en el futuro. En todo caso, su existencia refleja, aunque confunda, el creciente conocimiento en este campo. El término TEA facilita la comprensión de la realidad social de estos trastornos e impulsa el establecimiento de apoyos para las personas afectadas y sus familias. No obstante, para la investigación es imprescindible la utilización de clasificaciones internacionales, la delimitación de los subgrupos específicos y la cuidadosa descripción de sus características.
En esta sección de preguntas frecuentes, básicamente orientada hacia la divulgación entre colectivos no especializados, se utilizará, por economía del lenguaje, el término autismo para incluir todos los TGD descritos en los manuales clasificatorios o los TEA en su nueva designación. Únicamente, cuando los datos aportados se refieran específicamente a alguno de los trastornos en cuestión, se designará el trastorno citado.
A fin de simplificar la redacción de esta documentación, se ha utilizado el término genérico de personas o el masculino para referirse tanto a las niñas como a los niños con autismo. Aún considerando la necesidad de un lenguaje que no discrimine por razón de género, esta opción se fundamenta en la mayor prevalencia de los trastornos entre los varones.
El autismo es un trastorno del desarrollo infantil. Esto es, se trata de un trastorno que se manifiesta en los primeros tres años de la vida y que se caracteriza porque no aparecen –o lo hacen de modo claramente desviado de lo esperable– algunos aspectos normales del desarrollo: las competencias habituales para relacionarse, comunicarse y jugar o comportarse como los demás.
El diagnóstico se establece cuando se observan los síntomas característicos. No hay un test o prueba médica que diga si una persona tiene o no autismo. El diagnóstico se hace observando la conducta de la persona, conociendo su historia del desarrollo y aplicando una batería de pruebas médicas y psicológicas para detectar la presencia de los signos y síntomas del autismo. A pesar de que el juicio clínico se basa en la observación del niño, los actuales criterios internacionales utilizados tienen la fiabilidad suficiente para asegurar, en mayor medida que en otros trastornos psiquiátricos infantiles, la validez del diagnóstico. También, contamos ahora con sistemas estructurados de obtención de información, como la entrevista ADI- R y sistemas estructurados de observación como el ADOS-G, que confieren todavía una mayor fiabilidad a la clasificación diagnóstica.
Aunque obviamente se persigue hacer el diagnóstico lo antes posible, esto no es óbice para que pueda hacerse más tardíamente, como en adultos que no han sido previamente diagnosticados; en casos especialmente complejos, en los que se debe esperar a valorar su evolución; o en el trastorno de Asperger que se suele manifestar más claramente al inicio de la edad escolar.
No todos los niños presentan todos los síntomas descritos como clásicos y ninguno de ellos es patognomónico o decisivo. Consecuentemente, la ausencia de cualquiera de ellos no es excluyente del diagnóstico de autismo. Aunque algunos estudios e informes familiares señalan anomalías observables en los primeros 12–18 meses de vida, es actualmente a partir de los 24 meses cuando se aprecian, con mayor intensidad, los síntomas característicos. El desarrollo del lenguaje, en los primeros años de vida, presenta un retraso significativo o características peculiares en una mayoría de personas con TEA.
En niños de alrededor de dos años de edad, los síntomas más frecuentes son: la ausencia de una mirada normal a los ojos; el no compartir interés o placer con los otros; la falta de respuesta al ser llamado por su nombre; el no llevar y mostrar cosas a los demás, y el no señalar con el dedo índice.
Las alteraciones sociales son el principal síntoma del autismo. Estas personas encuentran difícil ajustar su comportamiento al de los demás, ya que no entienden muy bien las convenciones y normas sociales. Suelen tener problemas para compartir el mundo emocional, el pensamiento y los intereses.
No les resulta sencillo apreciar las intenciones de los demás, desarrollar juegos y hacer amigos. En consecuencia, el mundo social no les resulta fácil y en muchas ocasiones no les interesa, mostrando aislamiento. Estas limitaciones sociales son especialmente marcadas en la infancia, atenuándose un poco a lo largo de la vida; ya que su interés social va aumentando espontáneamente y ello favorece el aprendizaje de nuevas competencias.
Los primeros estudios realizados en el autismo identificaban que un 50% de los personas afectadas no desarrollaban lenguaje hablado funcional a lo largo de su vida (si tenemos en cuenta el actual concepto de TGD o TEA, este porcentaje disminuye sensiblemente). Existen otros casos, que empiezan a hablar y que luego pierden su lenguaje.
Frecuentemente, aquellos que desarrollan el habla lo hacen con ciertas características peculiares: ecolalia, perseveración, inversión pronominal, entonación anormal, etc. Lo más característico es el que el lenguaje no es utilizado de manera social para compartir experiencias y vivencias; presentando dificultad para iniciar o mantener una conversación recíproca; comprender sutilezas, bromas, ironía o dobles intenciones. Este fallo de la comunicación verbal se acompaña además de pobreza o ausencia de la comunicación no verbal: gestos, posturas o expresiones faciales que acompañan normalmente al habla o la sustituyen.
Las personas con autismo presentan intereses especiales, que no son frecuentes en otras personas de su edad (fascinación por partes de objetos, piezas giratorias, letras o logotipos, etc.), aunque lo más característico es que no comparten sus intereses con los demás. Pueden aparecer movimientos corporales estereotipados (aleteos, giros sobre uno mismo, balanceo, deambulación sin funcionalidad, etc.). El juego tiende a ser repetitivo y poco imaginativo (hacer hileras, agrupamientos, fascinación por contar y repetir, etc.). Muchas personas presentan ansiedad ante los cambios de sus rutinas y/o del entorno (horarios, recorridos, objetos o personas que cambian su ubicación o postura, etc.). En las personas con mayor capacidad intelectual sus intereses restringidos son más sofisticados y pueden incluir el hacer colecciones, listados, recopilar datos sobre temas específicos: astronomía, monedas, mapas, trenes, programas informáticos, etc. En todo caso, normalmente no están interesados necesariamente en compartir su conocimiento de manera recíproca.
Aunque no están recogidos en los actuales criterios diagnósticos, muchas de estas personas, especialmente durante su infancia, padecen fenómenos de hipo e hipersensibilidad a los estímulos sensoriales. Esta alteración sensorial puede explicar fenómenos frecuentemente observados como por ejemplo, taparse los oídos, no tolerar determinados alimentos o tejidos, rechazar el contacto físico, autoestimularse con la saliva o mirando reflejos ópticos, o responder inusualmente al dolor.
Los síntomas y criterios oficiales para el diagnóstico están recogidos en la sección sobre:
Muchos estudios han establecido que hasta un 70% de las personas con autismo presentan, además, una discapacidad intelectual (nuevo término para denominar al retraso mental), que puede oscilar desde tener un Cociente Intelectual en el rango de ligero a profundo. Las nuevas investigaciones, que incluyen los TGD o TEA, sugieren un porcentaje menor que el citado. La capacidad intelectual en el autismo puede ser armónica o disarmónica, con picos aislados de marcada competencia.
El grado de posible discapacidad intelectual asociada tiene importancia a la hora de determinar el tipo de apoyos que van a ser necesarios, e influye en el pronóstico que se va a hacer en relación a la vida adulta de la persona.
Para ser diagnosticado de trastorno de Asperger la persona no ha debido tener retraso en la adquisición del lenguaje (aunque manifieste las dificultades descritas anteriormente en el apartado 4b) y su cociente intelectual debe situarse en los límites de la normalidad. Ambos aspectos son esenciales para el diagnóstico y diferencian el Asperger del resto de los TGD o TEA.
Muchos expertos cuestionan el que se requiera una ausencia de retraso en el lenguaje como
elemento clave para el diagnóstico, ya que, en realidad, muchas personas diagnosticadas de
trastorno de Asperger habían presentado, de hecho, cierto retraso en la adquisición del habla. Los
sistemas internacionales actuales de clasificación provocan cierta confusión, ya que basta con
utilizar palabras a los dos años
y frases comunicativas a los tres
, para tipificar un desarrollo
normal del lenguaje; lo que realmente no refleja la complejidad de un posible retraso en el
lenguaje y la comunicación.
El concepto de alto nivel de funcionamiento
no está aceptado en los manuales clasificatorios.
Normalmente se suele utilizar para las personas con autismo que presentan inteligencia límite; o
para aquellas sin discapacidad intelectual, pero con retraso del lenguaje. La diversidad en la
interpretación del término desaconseja su uso hasta que se establezca, si se establece, una
definición que sea válida, fiable y útil.
El autismo se puede asociar con cualquier otra enfermedad o trastorno del desarrollo, psicomotor, sensorial, emocional o del comportamiento. De hecho las personas con estos trastornos tienen mayor vulnerabilidad para otros problemas que la población general. El origen de esta vulnerabilidad es doble: por una lado existen ciertas enfermedades que afectan al cerebro que se presentan con una mayor frecuencia de lo esperable (epilepsia, esclerosis tuberosa, neurofibromatosis, Síndromes de Angelman, Williams, Fragilidad X, etc.). Por el otro, el tener que adaptarse a un entorno que no comprenden o que no está adaptado a sus necesidades influye a la hora de generar otros problemas: ansiedad, depresión, conductas violentas, obsesiones, trastornos alimenticios o del sueño, etc.
Los primeros estudios que señalaban una frecuencia de un 30% de epilepsia en las personas con autismo (especialmente en casos de convulsiones de inicio en la pubertad), no están actualmente confirmados; estableciéndose que esta cifra es menor si se consideran todos los TGD o TEA.
Los estudios muestran que los TGD o TEA son bastante más frecuentes de lo que se pensaba cuando aún no conocíamos la variedad con la que estos trastornos se manifiestan. Así, hemos pasado de identificar un caso de autismo por cada 2.500 niños hace veinticinco años, a aceptar que los problemas afectan a uno de cada 170 o 250 niños, entendiendo que estas cifras actuales incluyen todo el espectro; abarcando los casos más leves y de alto funcionamiento. A pesar de que existen numerosas razones para justificar este aumento por una más precisa identificación (con criterios diagnósticos más cercanos a la realidad; sofisticadas estrategias epidemiológicas; formación de profesionales; mejora de los registros digitalizados; mayor concienciación social y familiar, necesidad de contar con un diagnóstico de autismo para acceder a determinados servicios, etc.), ciertos autores sostienen que hay, además, un aumento real por otras causas (como podrían ser factores tóxicos, migratorios o porque algunas personas con trastorno de Asperger están accediendo a empleos que les permiten establecer una familia –algo que no era posible con anterioridad al desarrollo de empresas de nuevas tecnologías donde sus competencias fuesen valoradas–).
Los TGD o TEA son tres o cuatro veces más frecuente en varones que en mujeres. Esta relación es dependiente del grado asociado de discapacidad intelectual. Así entre las personas con trastorno de Asperger la relación hombre / mujer es de 8 a 1; y en el colectivo con discapacidad profunda la relación es 1 a 1. El Síndrome de Rett afecta casi universalmente a mujeres. El trastorno desintegrativo infantil se presenta por igual en hombres que en mujeres.
En familias que ya han tenido una hija o un hijo con autismo se identifican, a veces, otras formas menores del trastorno en los padres o entre los hermanos. Estas formas, incluidas en el denominado fenotipo autístico, apuntan a la diferente expresión genética de estos problemas.
Hace más de medio siglo, de acuerdo con las teorías imperantes en aquella época, se interpretó erróneamente que estos trastornos eran causados por los propios padres, que con su frialdad generaban estos problemas en sus hijos. Afortunadamente este cruel error ya ha sido subsanado. Todas las instituciones científicas internacionales reconocen que el autismo se debe a anomalías del sistema nervioso central, y tiene causas biológicas y no psicosociales.
En la actualidad, la evidencia científica plantea una visión multifactorial compleja, por interacción de diversos factores, genéticos y ambientales, sin que todavía se conozca exactamente cuáles son y cómo interactúan los posibles factores ambientales sobre la susceptibilidad genética. Entre los factores ambientales, se han sugerido infecciones víricas (rubéola, herpes, citomegalovirus, etc.), complicaciones obstétricas, administración de vacunas (aspecto controvertido que recientemente se ha absolutamente descartado), intoxicaciones, intolerancia a ciertos alimentos y nutrientes, consumo de determinados productos durante el embarazo, alteraciones gastrointestinales, etc. Hasta la fecha, la conclusión de los numerosos grupos de trabajo es que no existe evidencia documentada de modo científico, que pruebe que los factores ambientales estudiados sean por sí mismos causantes del autismo.
En contraposición, el autismo es considerado por los expertos como el más genético de los trastornos neuropsiquiátricos en la infancia. La investigación actual indica que alrededor de un 3% de los hermanos o mellizos de un niño con autismo tiene también el mismo trastorno (lo que es bastante más que lo encontrado en la población general), y entre un 6% al 9% presentan algún tipo de TGD o TEA. Asimismo, los familiares de afectados pueden presentar expresiones fenotípicas conductuales en mayor proporción que la población general; con un rango variable de gravedad que incluya rasgos o dificultades sociales o comunicativas significativas. Se ha sugerido que en el trastorno de Asperger el número de familiares afectados, especialmente padres, es muy elevado. Además, se sabe que si un gemelo presenta autismo, el 80% de las veces su hermano gemelar tiene también un TEA; esto es, a mayor igualdad genética entre las personas, mayor concordancia clínica.
En un 5–10% de los casos, se identifica otros trastornos de base genética (duplicaciones del cromosoma 15, esclerosis tuberosa, fragilidad X, fenilcetonuria, neurofibromatosis, etc.). El trastorno de Rett se identifica no sólo por su clínica, sino por la comprobación de la alteración genética en el gen MECP2.
Los resultados de estudios multicéntricos de consorcios internacionales de investigación en casos de familias con incidencia múltiple (esto es, al menos dos hijos con autismo), han identificado toda una serie de marcadores genéticos en diversos cromosomas (2q, 7q, 13q, 16p, 17q, X, etc.), habiéndose calculado que pueden existir 15 o más genes implicados, de los que entre 2 y 4 intervendrían en todos los casos, y otros actuarían en distintas combinaciones (variaciones entre familias) que influirían en la gravedad o la expresión del fenotipo (variaciones entre sujetos).
El Grupo de Estudio ha elaborado unos documentos que responden detalladamente a esta pregunta:
Llamamos autismo (o TGD o TEA) a un conjunto de características, de comportamientos observables, que pueden o no venir asociados con otro trastorno conocido. Así, si una persona tiene una enfermedad determinada, como la Fragilidad X o la Esclerosis Tuberosa, y tiene los síntomas de autismo, recibirá ambos diagnósticos.
Es importante valorar formalmente el nivel de desarrollo o de capacidad intelectual, comunicativa y adaptativa de la persona en la que se está realizando un diagnóstico. De esta manera, conociendo sus niveles, se está en condiciones de juzgar con perspectiva la presencia de posibles síntomas de autismo. Cuando se ven discrepancias entre la edad mental general y el desarrollo socio-comunicativo y la posible tendencia a la rutinas, y aparecen diferencias cualitativas, características del autismo, se podrá establecer el doble diagnóstico de discapacidad intelectual (antiguamente denominada retraso mental) y autismo (o TGD o TEA). El diagnóstico de discapacidad intelectual no debería hacerse antes de los cinco años, empleándose generalmente en este tiempo previo el término de Retraso Global del Desarrollo. Muchos autores mantienen la limitada validez que tiene el hacer el doble diagnóstico de Discapacidad Intelectual y TGD si la persona no supera un cociente intelectual de más de 20 puntos, ya que la presentación clínica y las necesidades reales de la persona estarán básicamente determinadas por su discapacidad intelectual.
También hay que hacer el diagnóstico diferencial con los trastornos graves del desarrollo del lenguaje (disfasias), en los que la sintomatología puede inicialmente coincidir y el diagnóstico firme ha de retrasarse hasta conocer la respuesta al tratamiento; ya que en dichos trastornos se comprueba una mejoría llamativa de las competencias sociales y de la comunicación. Existen otros trastornos, descritos por algunos autores, que no están reconocidos en los manuales clasificatorios oficiales y que en ocasiones parecen solaparse con los TGD o constituir formas precoces de otras enfermedades: el trastorno múltiple y complejo del desarrollo (que sería una forma precoz de la esquizofrenia de inicio en la infancia); el trastorno esquizoide de personalidad de inicio en la infancia (que se solaparía con formas completas o parciales del trastorno de Asperger) o el Síndrome del Hemisferio Derecho (que también compartiría características con el trastorno de Asperger).
Cabría destacar que existen muchas formas incompletas de autismo, que se deben codificar en el apartado TGD NE de los sistemas de clasificación, anticipándose que contaremos con futuros sistemas que permitirán diferenciar mejor este amplio subgrupo. En todo caso, el diagnóstico clínico es fundamental para el avance del conocimiento, pero a la hora de establecer un programa personalizado de apoyo es al menos tan importante el determinar sus necesidades de salud, educativas, culturales y sociales. Estos son los elementos que individualizan a la persona dentro del variado espectro de estos trastornos y son los que finalmente determinan el plan individualizado a seguir.
Los actuales estudios psicológicos y las pruebas de neuroimagen están contribuyendo a nuestra
comprensión de las alteraciones que presentan las personas con autismo. Así, desde la infancia, muchos
de ellas presentan dificultades para desarrollar lo que se denomina atención compartida con los demás,
esto es, compartir un mismo foco de interés con la persona que está a su lado. Asimismo muestran
dificultades en la comunicación no verbal como se ve en la escasa utilización que hacen de la mirada a los
ojos de los demás para obtener información (lo que se acompaña de una deficiente activación de áreas
específicas del cerebro), o en el uso de los gestos y expresiones faciales que acompañan al habla. La
comprensión de emociones y la respuesta afectiva, vinculadas a estructuras como la amígdala cerebral,
también están afectadas. A medida que el niño va siendo más mayor se aprecian sus limitaciones a la hora
de entender a los demás, de imaginar lo que la otra persona conoce o siente (lo que se llama teoría de la
mente
, que utilizamos para entender los aspectos más complejos de la comunicación –como lo que
queremos decir, y no lo que decimos– y que se sitúa en áreas cerebrales específicas, como la corteza
frontal media y superior; la corteza cingulada anterior y el surco temporal superior). Posteriormente, se
comprueba la denominada falta de coherencia global o las deficiencias en el desarrollo de las funciones
ejecutivas, lo que se explica por el menor número de conexiones entre los lóbulos frontales y otras zonas
cerebrales.
La investigación actual apoya el considerar el autismo como el resultado mental y conductual de una ineficaz poda neuronal en los primeros años de vida. El cerebro, desde el nacimiento, posee una compleja red potencial de conexiones entre las neuronas y es en los primeros dos años de vida que el efecto conjunto de la mediación de sustancias químicas – generadas por la acción de ciertos genes – y la experiencia vital del niño, hace que esa red se estructure; desapareciendo conexiones no utilizadas y organizándose aquellas que van a resultar esenciales. Los estudios de neuroimagen y autopsias sugieren que este proceso de ineficaz poda podría ser uno de los mecanismos anatomopatológicos presentes en el autismo, que alteraría el desarrollo de las funciones psicológicas que subyacen a los síntomas observables en estos trastornos.
El Grupo de Estudio ha elaborado, una Guía de Buena Práctica en el Tratamiento de los Trastornos del Espectro Autista
Hay que destacar que existe un consenso internacional de que la educación y el apoyo social son los principales medios de tratamiento. Estos aspectos han de ser complementados, en ocasiones, con la medicación y con otros programas terapéuticos como los programas para problemas específicos de conducta o la terapia cognitivo-conductual para los problemas psicológicos asociados en personas de más alto nivel de funcionamiento.
La educación ha de ser intensiva (esto es, tratando de conseguir que las personas clave en la educación del niño –padres y educadores– aprovechen todas las oportunidades naturales para aplicar el plan individualizado y/o generándolas si no ocurriesen de manera natural, a fin de conseguir como media –tal y como instituciones de referencia internacional han establecido– una dedicación de padres y educadores al plan establecido de al menos 25 horas semanales, incluidos los contextos naturales). Esta es la manera de conseguir que los niños aprendan nuevas competencias sociales, comunicativas, adaptativas y de juego, a la vez que disminuir, en la medida que sea factible, los síntomas de autismo y otros problemas asociados que pudieran presentar. La enseñanza organizada y estructurada, sea en contextos naturales –el hogar o la comunidad– o en contextos específicos de aprendizaje –la escuela o servicios especializados–, es la intervención más eficaz y hay datos que apoyan que el recibir este tipo de intervención desde la temprana infancia, esto es durante la educación pre-escolar, se asocia con un mejor pronóstico…
Además de este acuerdo de que la educación temprana es importante y de que la mayoría de los niños con autismo responden favorablemente a programas educativos especializados y altamente estructurados, el siguiente punto de consenso es que no existe un programa habilitador único e igual para todas las personas afectadas. La diversidad entre ellos (gravedad, problemas asociados, edad, condiciones del entorno, etc.) desaconseja plantear un tratamiento educativo idéntico para un joven con trastorno de Asperger y para otro niño con una grave discapacidad por un trastorno desintegrativo de la infancia. Por tanto, la primera tarea de cualquier programa incluye el determinar la justificación del mismo en cada caso determinado; establecer cómo se va a medir el resultado y asegurar que el programa educativo se integra en la vida real de la persona, en sus necesidades y en los deseos de sus representantes.
Un programa eficaz va construyendo competencias a partir del interés del niño (o fomentándolo inicialmente), a menudo con un calendario predecible, enseñando tareas fraccionadas en pasos sencillos, implicando activamente al niño en actividades altamente estructuradas y reforzando de maneras variadas su comportamiento. La participación de los padres se ha identificado como un factor fundamental para el éxito y la familia debe coordinarse con el profesorado y otros profesionales de apoyo a la hora de determinar objetivos y sistemas de apoyo (comunicación aumentativa, ayudas visuales, uso de las nuevas tecnologías, historias sociales, etc.). No hay que desdeñar la necesidad que los padres tienen de apoyo para poder ser eficaces y permitirse llevar una vida semejante a la de los demás personas de su comunidad (orientación, información, ayudas económicas o fiscales, apoyo en el hogar, canguros o programas de ocio y estancias cortas, etc.).
La integración apoyada en el medio escolar ordinario permite que estos niños accedan a un medio social estimulante, donde los demás niños puedan apoyarles a la vez que aprender a conocer cómo tratar a una persona con discapacidad, aspecto clave ya que ellos y ellas serán los futuros padres de los futuros niños con problemas. La política de ubicación escolar, en clase ordinaria, en clase especial o en un centro de educación especial, varía de unas zonas a otras de nuestro país, pero hay que insistir en la necesidad de establecer puentes entre unas y otros; a la vez que asegurar que se persiga la máxima inclusión social y que la integración no signifique la pérdida de los apoyos especiales necesarios.
El grado de participación curricular del alumno va a depender de su capacidad personal y de la capacidad del sistema en ofrecerle adaptaciones útiles para su futuro. Así, muchos alumnos con trastorno de Asperger van a seguir el mismo programa educativo que sus compañeros, pero requerirán ayuda para la participación en su grupo y para el aprendizaje de competencias sociales; mientras que otros alumnos, con mayor discapacidad intelectual, van a necesitar un currículo diversificado que incluya aspectos prácticos para el trabajo apoyado o la ocupación, la vida en la comunidad o la participación en actividades de ocio y tiempo libre. No obstante, tanto unos como otros se beneficiarán de un currículo que contemple la enseñanza, entre otras dimensiones relevantes para una vida de calidad, de la autodeterminación social –enseñar a elegir y a tomar decisiones– el fomento de las relaciones interpersonales significativas, el bienestar físico y emocional, la comprensión y defensa de los derechos.
El plan individualizado de apoyo no debe suspenderse al llegar a la vida adulta. De nuevo, y siempre en función de sus características personales, el adulto con autismo va a requerir una educación continuada; la provisión de un entorno que se ajuste a sus necesidades individuales, y la recepción personalizada de apoyos sociales que le posibiliten una vida de calidad.
No existen todavía medicamentos específicos que influyan directamente en los síntomas del autismo. Sin embargo, se administra medicación psicotrópica a una parte significativa de este colectivo (entre un 30% y un 50% según los datos de diferentes programas nacionales o extranjeros) para tratar de disminuir otros problemas que la persona pueda tener; con la esperanza de conseguir que su efecto les permita participar y beneficiarse de otras terapias (pedagógicas, psicosociales, lúdicas…) o mejore su calidad de vida.
Las guías consensuadas internacionalmente recomiendan administrar los ISRS (inhibidores selectivos de re-captación de la serotonina, como la Fluoxetina), para los síntomas de ansiedad, depresión y/o trastorno obsesivo-compulsivo. Recientemente se ha señalado que, en el caso de niños con trastorno depresivo, se produce un ligero aumento de ideación suicida –4% versus 2% con placebo– en la fase inicial de la terapia, por lo que se recomienda una vigilancia adecuada en el comienzo del tratamiento. En la población con autismo se han administrado estos productos para intentar disminuir los comportamientos repetitivos o ritualistas, aunque no existen estudios controlados al respecto.
Durante muchos años se utilizaron los antipsicóticos conocidos como típicos o tradicionales, para tratar la excitabilidad o comportamiento violento así como para disminuir las estereotipias en el autismo. Sin embargo, su uso ha ido disminuyendo ante la aparición de efectos secundarios molestos y la disponibilidad de nuevos medicamentos.
Se cuenta con dos estudios prestigiosos, realizados con todas las garantías metodológicas, en esta población; estudios generados por el RUPP Autism Network del Instituto Nacional Norteamericano de Salud. El primero de ellos ha comprobado que la irritabilidad presente en los niños con autismo es tratable con un fármaco –la Risperidona– que la mejora, hasta el punto de tener un impacto positivo en la vida general del niño. El seguimiento posterior ha mostrado que los avances se mantienen al año y medio; que el suspender el fármaco hace que recurra el problema y que no aparecen problemas no identificados de efectos secundarios –a excepción, principalmente, del aumento de peso que se presenta, si lo hace, desde el inicio–. El segundo estudio, recientemente presentado aunque aún no publicado, demuestra que el Metilfenidato –medicamento utilizado con alta eficacia en los niños con Trastorno de Déficit de Atención con y sin Hiperactividad– puede ser administrado en la población con autismo siempre que ambos trastornos ocurran asociadamente. Hay que señalar que a diferencia de la población sin autismo que tolera favorablemente este fármaco; en el caso del autismo hay que suspender el tratamiento el 20% de las veces por la aparición de marcada irritabilidad. Muchos otros fármacos se están ensayando en estas personas y se puede anticipar que nuevas investigaciones aporten alternativas terapéutica nuevas, así como datos farmacogenéticos que orienten sobre el perfil genético de las personas que van a responder más favorablemente a los medicamentos.
La administración de estos fármacos –a excepción de los antiepilépticos para las convulsiones– requiere frecuentemente su uso fuera de prospecto; esto es, la hoja informativa del medicamento frecuentemente no incluye en su autorización oficial o bien el problema del autismo o la edad del paciente o el problema a tratar. En tanto que, frecuentemente, la persona con autismo no posee la capacidad para transmitir los efectos (positivos y negativos) que percibe con un medicamento, es obligatorio el seguir un proceso cuidadoso, con participación informada de las personas de su entorno, revisiones frecuentes y valoración cuidadosa del efecto de la farmacoterapia.
Numerosas terapias han sido propuestas a lo largo de los años para tratar el autismo. Algunos profesionales han sugerido el uso de animales (caballos, delfines) sin demostrar que tengan un impacto específico en este trastorno. También se ha propuesto la musicoterapia, la fisioterapia o el arte, como maneras de tratar el trastorno. Se puede decir que estos enfoques pueden ser gratificantes (o desagradables) para el paciente que los practica y mantener que ofrecen situaciones para favorecer la socialización y la comunicación, pero, fuera de estos posibles efectos inespecíficos, no existe garantía comprobada de su eficacia terapéutica.
Otro grupo de terapias parten de convicciones no justificadas científicamente como el plantear que el problema radica en una ambivalencia para establecer el vínculo emocional (proponiéndose entonces la denominada terapia del abrazo forzado); un conflicto defensivo del niño frente a su entorno (recomendándose en esta visión el tratamiento psicoanalítico del niño o de sus padres) o una alteración de la percepción sensorial auditiva (planteándose entonces un tratamiento de estimulación auditiva con música clásica o con otros sonidos). Debe insistirse que estos tratamientos no concuerdan con los conocimientos actuales sobre el autismo; generan frecuentemente expectativas injustificadas de curación y son muy costosos, por lo que cabe exigir que, antes de recomendar su uso, aquellos que los proponen y sus defensores, aporten evidencia científica que justifiquen su lógica y su eficacia.
Existe un colectivo de profesionales y de familias que arguye que las dietas, en general libres de caseína y de gluten, mejoran alguno de los síntomas de los pacientes. Estas dietas, en sí, no son peligrosas, pero son difíciles de aplicar consistentemente y requieren del apoyo de una persona especializada en nutrición (a fin de garantizar el aportar los nutrientes necesarios para el crecimiento y el desarrollo del niño). La teoría subyacente a sus explicaciones (una supuesta excesiva permeabilidad del intestino de estas personas que permitiría el paso de sustancias tóxicas que posteriormente pasarían de la sangre al cerebro) no ha sido demostrada. Los estudios experimentales sobre las dietas no son concluyentes: en algunos casos se encuentra una mejoría del comportamiento y del bienestar personal; en otros se ve lo contrario o, en muchos, los resultados son mixtos. Cabe recordar la necesidad de mantener la visión de que en el espectro del autismo coinciden personas muy diversas y que resulta inadecuado el plantear que un sistema tan concreto y específico de tratamiento, que además no demostrado la validez de sus hipótesis, vaya a ser universalmente útil. El criterio actualmente aceptado es que una dieta restrictiva, libre de algún o algunos nutrientes, debe instaurarse sólo cuando la persona con autismo padece alergia y/o sensibilización documentada con las exploraciones específicas a nutrientes concretos, y no sólo por el hecho de presentar autismo.
Otros tratamientos son peligrosos o merecen una reprobación ética. En algunos países se están aplicando tratamientos como la administración de extractos animales de toxicidad desconocida; compuestos químicos como la secretina; inmunoterapia; dosis masivas de vitaminas que pueden generar efectos secundarios considerables, etc. En el esfuerzo de hacer lo imposible para ayudar a estos niños, algunas familias buscan continuamente nuevos tratamientos, e Internet –al igual que es una fuente importantísima de conocimiento e intercambio– contribuye a una distribución no controlada de sus argumentos. En medicina, para ser aceptado como un tratamiento reconocido, se deben completar estudios metodológicamente sólidos, que han de ser revisados por agencias autorizadas y replicados por otros equipos no directamente interesados en la terapia propuesta. Los sistemas alternativos de tratamiento frecuentemente confunden convicción personal con demostración científica.
Hoy por hoy no tenemos una cura para el autismo y su pronóstico, en general, es poco alentador, especialmente si lo que se pretende es hacer desaparecer el trastorno. Los niños con autismo crecen para ser adultos con autismo y conocemos varios aspectos que influyen en el pronóstico. Unos son inherentes a cada caso concreto; así, aquellos niños que tienen una inteligencia –al menos una inteligencia no verbal– normal y adquieren lenguaje a los cinco–seis años tienen mejor pronóstico que quienes no cumplen ambos criterios. Se puede decir que cuantas más capacidades tiene la persona, mejor será su pronóstico, aunque ello no signifique su normal desenvolvimiento en la vida adulta. Así tenemos ejemplos de personas con trastorno de Asperger que han conseguido una vida adulta productiva y personalmente satisfactoria, mientras que otros con el mismo trastorno no lo han conseguido. Otros elementos fundamentales para el pronóstico, dependen de factores externos: cuanto antes se inicie una tratamiento es mejor y si existen recursos comunitarios idóneos, la calidad de vida de las personas con autismo y la de sus familiares es radicalmente diferente.
El no ser capaces de eliminar un trastorno no quiere decir, en modo alguno, que no sepamos cómo ayudarles. Hemos pasado de culpabilizar a los familiares a reconocerles como el principal apoyo de la persona con autismo; hemos pasado de separar al niño de su familia e internarlo en centros u hospitales psiquiátricos a integrarlos en las escuelas y darles las ayudas para que lleven una vida normalizada con todos los demás. Los avances biológicos se han acompañado de una multitud de nuevas técnicas educativas que permiten su progreso y desarrollo. Si se analiza la evolución del conocimiento en estos últimos veinte años, se comprueba que el pesimismo inicial asociado con este diagnóstico ha de ser abandonado. La disponibilidad de redes comunitarias de apoyo para toda la vida, que se adapten personalizadamente a sus necesidades, les permite ahora disfrutar de una vida de calidad, mientras esperamos avances que nos faculten para luchar en la prevención y la cura de estos trastornos.
Este documento ha sido redactado por Joaquín Fuentes, con la aportación científica y posterior revisión del Grupo de Estudio(*), y de las personas contratadas para este proyecto.
(*) El Grupo de Estudio está compuesto por las siguientes personas Manuel Posada (Director), Josep Artigas, Mercedes Belinchón, Ricardo Canal, Ángel Diez-Cuervo, María José Ferrari, Joaquín Fuentes (Coordinador), Juana Hernández, Amaia Hervás, María Ángeles Idiazábal, Juan Martos, José Antonio Muñoz, Fernando Mulas, Simona Palacios, Javier Tamarit y José Ramón Valdizán. Han contribuido como personas contratadas Hortensia Alonso, Leticia Boada y Eva Touriño. Al apoyo fundamental de la Obra Social de Caja Madrid se debe sumar la contribución de Autismo España, FESPAU y la Asociación Asperger de España, y la decisiva aportación del Instituto de Investigación de Enfermedades Raras del Instituto de Salud Carlos III.
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